El 27 de abril de 2008 Javier Marías se subió a la tribuna de la Real Academia Española y tomó posesión de su sillón “R” en el templo de la lengua con un discurso entre la ilustración, el escepticismo, la experiencia y la provocación. Revolución, retranca, ruiseñor, rompeolas.
Rotundamente, defendía que es imposible contar la vida, primero porque “vemos la realidad como si, en vez de tener volumen, dimensiones y relieve, fuera siempre una pintura plana”, y después, porque “las palabras, de tan gastadas, van cargadas de significación, y las frases casi nunca son las justas, son imperfectas, son inexactas, son escurridizas e indomeñables”.
Aquel día hizo una falla de historiadores, cronistas, periodistas, biógrafos y comunicadores, le prendió la gasolina de sus peculiares razonamientos y su prestigio le permitió salir ileso.
Con su perfeccionismo -honestidad, pero también obsesión- y su ácida manera de aspirar a una verdad terca e inalcanzable, argumentaba en esta lección de libre albedrío académico que contar la vida era un “trampantojo, un embeleco, una ilusión, una entelequia y una pompa de jabón”. Que intentarlo era dirigirse al callejón del fracaso.
En la casa de las palabras vivas, Marías decía que “la lengua misma (…) es una especie de quiero y no puedo o un perpetuo amago condenado a no dar nunca en el blanco, o no de lleno”. Y tiraba hasta de Ortega y Gasset, maestro y amigo de su padre, para seguir incendiando la pira con sus reflexiones: “Como ya observó en su viejo ensayo de 1937 Miseria y esplendor de la traducción, “desde hace mucho, mucho tiempo, la humanidad, por lo menos la occidental, no habla en serio”. Acotaba Marías: “Y, en efecto, la lengua es metafórica en su conjunto, y hasta con las frases más nimias, corrientes e inocuas, las que podemos dar por más verídicas y seguras, estamos a menudo diciendo disparates, precisamente por estar recurriendo a una metáfora”.
Su destrucción masiva de la relación entre vivir y contar era, en el fondo, una excusa exclusivista para defender con arrojo que solo se puede contar con verdad la ficción, porque al no haber sucedido nunca, la interpretamos por primera vez cuando la levantamos con los ladrillos de la imaginación y la argamasa de las palabras. Aquel discurso era el mejor vestido para un novelista que entraba en el Olimpo que limpia, fija y da esplendor ante la sombra alargada del prestigio de su padre y el cortejo de filólogos más bien vetustos, pero sabios.
Sostienen las necrológicas y las páginas de Cultura que Marías ha sido una torregemela de nuestra literatura caída un 11-S de pandemia. Novelista, ensayista, articulista, cuentista y traductor con obras trasplantadas a 32 lenguas, un mundo propio y un estilo personal de alta calidad literaria. En estos días de despedidas yuxtapuestas, hemos sabido que Javier Marías era zurdo, tocaba la guitarra, disfrutaba con el fútbol y tenía miedo a volar. Quizá ese vértigo a separarse de la tierra y ver la realidad desde arriba sin dominar la situación, entre las nubes, es el mismo que tenía a contar las cosas, como podemos contarlas los humanos. Porque contar la realidad es comunicar la vida y la comunicación no es que sea imposible, sino que se ejercita, algunas veces con maestría. Es más: ante el tsunami de información en una sociedad líquida, comunicar bien es una necesidad urgente.
Objetivamente, contar es difícil. Es cierto, como apostillaba él en su investidura académica, que “lo que uno ve y vive es por definición fragmentario y sesgado, y la simple ordenación de los vocablos y frases que uno emplea en la relación de algo es ya una infidelidad a ese algo. La narración no admite la simultaneidad”. Pero no hay tener miedo a intentar hacerlo lo mejor que sabemos, a despegar, a dejarse llevar por los aires de la abstracción donde las ideas pintan realidades concretas con alta fidelidad.
El primer paso para contar algo o contar a alguien exige sobrevolar la realidad, verla con un poco de distancia, asumir todas las perspectivas posibles, entender mejor el total, contemplarla en su justo término, aprehender el conjunto. El primer escalón para iniciar un relato es conocer al sujeto o al objeto en sus máximas posibilidades, apurando los 360 grados afinando los cinco sentidos y la experiencia.
Si en este empeño aspiramos a la perfección, caeremos con Marías en la filológica desesperanza afirmando que comunicar la realidad es imposible. Pero viendo, conociendo, preguntando, comprobando, escuchando, razonando, tocando y oliendo lo que se puede olfatear, estaremos más cerca de lograr el máximo nivel de transparencia y reflejar con nuestras palabras, nuestros gestos y nuestras acciones la esencia y los atributos que deben ser contados en la materia prima de un oficio sustancial.
Marías creyó que contar era imposible, porque entendía que siendo humanos es metafísicamente inviable la perfección y, para él, la perfección era la réplica exigente de la misma realidad sin posibilidad de fisura. Comparto con él que es muy difícil tener todas las versiones exactas, todos los datos, todas las valoraciones. Efectivamente, es complejo hacer buen periodismo y comunicar con excelencia. Pero el arte de comunicar está en trascender las limitaciones de la materia aprovechando todas las ventajas del lenguaje para elevar al plano de la inteligencia práctica el diseño de lo real y hacerlo tan concreto que parezca una fotografía sin filtros.
Soy la primera en aplaudir al “joven Marías” -así le llama Francisco Rico en su respuesta al discurso de la RAE- cuando lleva al paroxismo el uso del lenguaje para pervertir la realidad, porque ahora el tsunami de lo políticamente correcto sí que es cabalmente desesperante. De ese afán pueril y contagioso, Marías pone este ejemplo: “Tanto es el pavor a la muerte de nuestra sociedad actual, y tanto procura ésta negar su existencia, que no son pocos los médicos y periodistas que, para evitar referirse a las heridas «mortales» y rehuir el adjetivo, recurren a la ridiculez de decir que alguien ha sufrido lesiones «incompatibles con la vida»”.
Coincido con él en que hay perífrasis recalentadas por las que mereceríamos enmudecer como sociedad. Se imponen formas posmodernas e inanes de decir que deberían llevar consigo que todas las palabras fértiles nos den la espalda para siempre por rancios, retrasados, rudimentarios, ridículos, repulsivos, rígidos, retrógrados y recalcitrantes, por buscar adjetivos asentados en la “R” del maestro.
Pero también hay realidades repentinas, racionales, refrescantes y reconocidas que son resplandecientes, y que suceden a nuestro alrededor y nos demuestran que contar las cosas y hacerlo bien no es imposible, aunque siempre sea difícil cuadrar el círculo.
Federer y Nadal
Precisamente, la imagen de la doble R mayúscula de nuestro tiempo: Roger Federer y Rafa Nadal en la Laver Cup -deportividad, excelencia, amistad, lealtad, competitividad sana, hombría de bien, liderazgo, elegancia, influencia, humanidad, ternura, generosidad, calidad, vulnerabilidad, audacia, autenticidad, grandeza- es pura realidad comunicada con maestría. Si lo de estos astros del tenis de carne y hueso fuera ficción, se habría roto el equilibrio de la credibilidad. Ser la pura verdad contada con fidelidad nos ha hecho mejores a todos los telespectadores de un plumazo y nos ha dado esperanza para desmontar la tendencia a la desesperanza con el futuro de nuestra sociedad.
Es difícil contar. Lo experimento cada día en mi ejercicio profesional al frente de una agencia de comunicación. Pero hasta el iconoclasta de Marías, que descansa en paz en el cielo de la ficción, nos hizo ver con sus libros que comunicar es una forma de unir y que contar puede ser una manera de tender puentes para entendernos de verdad.
En la respuesta a su discurso de toma de posesión, Rico destacó de Javier Marías que era “un gran mirón, con el don del retrato y una increíble capacidad de captación fotográfica, fonográfica y cinematográfica”. Entre las múltiples paradojas de uno de los escritores españoles mejor valorados aquí y en el extranjero habrá que sumar otra: que supo desmitificar la posibilidad de contar siendo más brillante que muchos contadores, porque quien sabe mirar, atender, escuchar, asimilar, hacerse cargo, narrar, escribir y embelesar está reconstruyendo un mundo real mejor contado. He dicho.
*Lucía Casanueva es socia Fundadora de PROA Comunicación