Cuando yo estudiaba Periodismo en la universidad (hace ya bastantes años, por desgracia), Jesús Quintero ya era una leyenda de las ondas. Recuerdo a mi profesor de Radio poniéndonos en clase cintas grabadas de aquellas entrevistas –entrecortadas, sinuosas y vaporosas– que Quintero hacía en su primer programa estrella, El loco de la colina, emitido al principio en RNE y luego en la SER.
Su especialidad eran los silencios. Hacía una pregunta (a veces ni eso, apenas un simple comentario) y dejaba que el entrevistado contestara. Cuando éste acababa su respuesta, él mantenía el silencio en el éter –como el humo suspendido que expulsaba de su cigarrillo (por entonces se podía fumar tanto en la radio como en la tele)– durante unos segundos que se hacían interminables.
Tal era la tensión que se respiraba en el estudio, que el entrevistado optaba por seguir y seguir hablando, sólo por romper aquella incomodidad, para convertir la entrevista en una especie de monólogo interior. Con este método, simple pero efectivo (casi de interrogatorio de la Stasi), lograba confesiones íntimas y sentimentales, un género en sí mismo.
De todos los programas que hizo en la tele de los noventa (El perro verde, La boca del lobo, Qué sabe nadie), mi preferido fue siempre Cuerda de presos. Durante un par de temporadas soberbias, fue recorriendo las peores cárceles del país, hablando con asesinos, atracadores, violadores o simples presos comunes en un vis a vis tan íntimo como acongojante.
Escalofriante e inolvidable fue la conversación que mantuvo con Rafi Escobedo (el único acusado juzgado y condenado por el popular crimen de los marqueses de Urquijo) en julio de 1988, en el húmedo y gélido penal del Dueso (Cantabria), tan solo tres días antes de que el propio Escobedo apareciera ahorcado en su celda (un supuesto suicidio, nunca aclarado del todo, que dejaría muy tocado a Quintero).
Su forma de hablar y de expresarse tenía mucho de la mejor retórica andaluza, engolada y teatral, gustándose en entonar y declamar, como si fuera el protagonista de una obra de los hermanos Álvarez Quintero (no, no eran parientes lejanos). Vestía además con estilo dandy, influido por los gustos caros de Antonio Gala (con quien colaboró en numerosas ocasiones), protegiendo su garganta con exclusivos fulares de seda toscana y colores pastel.
Como ocurriera con Xavier Sardà, dio el salto de la radio a la televisión –El vagamundo, Ratones colorados– para convertirse en un producto mainstream (como se dice ahora), menos prestigioso en lo profesional, pero mucho más popular en los índices de audiencia.
Apostó entonces por rodearse de la vieja España de la picaresca y la bohemia, descubriendo entre los charcos de vino de las tabernas a personajes como El Risitas y su cuñado El Peíto, seres inmortales de esa España que ya retratara hace siglos El buscón de Quevedo o los cuadros de bufones de Velázquez.
Quintero hizo mucho dinero en la tele, pero como buen vividor lo derrochó sin contemplaciones, en un brindis a ese sol que se sale cada mañana y se pone cada día. Negocios mal planteados, un tren de vida caprichoso o la necesidad de mantener un personaje que ya había devorado a la persona.
En los últimos meses, la prensa rosa –canalla y desmemoriada– especulaba con su situación económica y su maltrecha salud. Ayer nos dejaba a los 82 años tras varios años de retirada y silencio, como un soldado que se va perdiendo en el horizonte de la batalla.
Honra y gloria a Jesús Quintero, maestro de toda una generación.