Si la nobleza europea cimienta su orgullo en gestas heroicas en los campos de batalla medievales, o en los grandes servicios prestados a un monarca, los estadounidenses encumbran a aquellos que fueron tan afortunados como para encarnar el “sueño americano”. Y uno de los primeros fue el hijo de emigrantes holandeses Cornelius Vanderbilt. El joven Cornelius, que tuvo que dejar el colegio a los 11 años, se ganaba la vida trabajando en los transbordadores que conectan Nueva York con Staten Island.
Con sus ahorros y su espíritu emprendedor, decidió pedir 100 dólares a su madre (2.065 euros hoy en día) y a los 16 años ya era dueño de su propio negocio de transbordadores en Nueva York. Dos años después de fundar su empresa, el Gobierno de los Estados Unidos le adjudicó el aprovisionamiento de los fuertes costeros de Nueva York mediante goletas a vela, lo que le valió el apodo de “El Comodoro”. A partir de ahí el negocio no hizo sino acelerar. De las goletas de vela, pasó a los barcos de vapor y de ahí, a los ferrocarriles.
Considerado por algunos como un bruto astuto y sin modales, era alabado por otros como una persona de firmes principios y un hombre de honor. Cornelius fue la primera persona en facturar más de 100 millones de dólares en los Estados Unidos y a su muerte, en 1877, dejó tras de sí un patrimonio personal de 105 millones de dólares de la época (3.107 millones de hoy), sus empresas y lujosas mansiones. El magnate no dejó nunca de trabajar y su muerte se achacó al agotamiento.
Un idiota para acumularlo, un hombre con cabeza para conservarlo
En una decisión considerada como sorprendente, Cornelius dejó la mayor parte de su fortuna a uno sólo de sus hijos, William. La viuda y diez de sus once hijos no estuvieron de acuerdo y, pese a recibir inmuebles y 500.000 dólares en efectivo, litigaron por una mayor parte de la herencia. En vano.
Dicen las crónicas familiares que William se aplicó en seguir el consejo que le dio su padre: “Cualquier imbécil puede hacer una fortuna, pero hace falta un hombre con cabeza para mantenerla”. Y a eso se dedicó William durante toda su vida, a intentar mantener —y hasta aumentar— la fortuna familiar. Con éxito, por cierto. En sólo 8 años William Vanderbilt convirtió los 95 millones que heredó en más de 200 en el momento de su muerte, en 1885. Pero, a diferencia de su padre, William sí que dividió la fortuna entre sus ocho hijos y su esposa.
Los descendientes de William iniciaron el declive de la saga familiar. Con herencias cada vez más repartidas, muchos de los nuevos miembros de la familia se dedicaron a gastar su patrimonio en yates, caballos de carreras y un estilo de vida dedicado a los grandes eventos de la alta sociedad. Aunque no todo fue hedonismo. Los Vanderbilt también dedicaron parte de su fortuna a la filantropía, algo que ya comenzó el viejo Cornelius. Así, crearon y financiaron la Universidad Vanderbilt en Nashville (Tennessee), o construyeron viviendas de alquileres baratos para los más desfavorecidos en Nueva York, entre muchas otras iniciativas sociales.
Mientras, el mundo iba cambiando y los sucesivos Vanderbilt no supieron o no quisieron darse de cuenta de ello. El transporte marítimo y el ferrocarril comenzaban a declinar tras la Segunda Guerra Mundial y muchas de las empresas familiares comenzaron a marchitarse, hasta desaparecer o ser rescatadas por el Estado en los años 70.
Pobre niña rica
La última Vanderbilt en tener relevancia social, a su pesar, fue Gloria Vanderbilt. Única hija y heredera de Reginald Claypoole Vanderbilt y de su segunda esposa, Gloria Morgan, nació en 1924. Su padre murió alcoholizado y su madre se dedicó a vivir de fiesta en fiesta en París, mientras delegaba toda la crianza de su hija en la niñera, gastando el fondo fiduciario de 5 millones de dólares que Reginald dejó a su Gloria.
Su tía, Gertrude Vanderbilt, que desaprobaba el modo de vida al que estaba expuesta la niña, inició un juicio para obtener su custodia en 1934. El juicio, que duró siete semanas, fue un tremendo escándalo y carne de la prensa más sensacionalista, que se recreaba en los testimonios de fiestas, despilfarros, pornografía y desapego, en unos Estados Unidos donde aún se sentía la Gran Depresión y más de 100 personas morían al día de hambre.
Gloria, finalmente, fue puesta en custodia de su tía, que era escultora y filántropa. En cuanto creció, Gloria siguió ocupando portadas gracias a su gran belleza y sus conexiones con el mundo de la cultura y el arte. Se casó cuatro veces, se dedicó a la pintura, al diseño de moda y a los cosméticos y fue la última Vanderbilt en amasar una fortuna por sí misma. Su línea de pantalones vaqueros y sus perfumes le dieron enormes beneficios, que posteriormente perdió al ser estafada por su asesor financiero y su psiquiatra.
Gloria se casó cuatro veces y tuvo cuatro hijos, del cual el más famoso es el periodista y presentador de la CNN Anderson Cooper, que más de una vez ha declarado que su madre le dejó claro que “no habría un fondo fiduciario” tras su muerte, lo que lo empujó a él y a sus hermanos a emprender carreras por sí mismos. La última Vanderbilt relevante murió en 2019 a consecuencia de un cáncer de estómago.
Restos de glorias pasadas
Así, de los Vanderbilt quedan ya sólo algunas huellas de su pasada gloria: la estación Grand Central, de Nueva York, en otro tiempo perteneciente a la familia y que tiene una estatua en bronce del viejo Cornelius, restos de sus mansiones en forma de verjas y puertas adornadas a la entrada de grandes bloques de oficinas en Nueva York, la Universidad Vanderbilt y “The Breakers”, una mansión de 70 habitaciones en Newport, Rhode Island. Sin embargo, el viejo palacio pertenece ahora al condado y la rama de los Vanderbilt a la que aún se le permitía habitar el tercer piso del palacio-museo, fue finalmente desahuciada en 2018.