En 1986, el transbordador Challenger estalló y se desintegró a los pocos segundos de despegar sobre las costas de Florida, volatilizando en el aire también todas las horas de trabajo y esfuerzo que se habían invertido en este proyecto clave en la carrera espacial norteamericana. Si analizamos las conclusiones de los especialistas de la NASA tras la tragedia, podemos extraer aprendizajes que nos remiten a la influencia del ego en la toma de decisiones.
El “ego” entendido como la confianza en uno mismo (o autoestima), es el sesgo más analizado por la economía del comportamiento (la disciplina que toma enseñanzas de las ciencias cognitivas) y provoca grandes problemas a la hora de tomar decisiones tanto por su abundancia como por su inexistencia.
Según un estudio realizado por David Marcum y Steven Smith, autores del libro Egonomics, el 51% de los ejecutivos de negocios estimó que el ego le cuesta a su compañía entre el 6 y el 15% de sus ingresos anuales. Las cifras impactan porque si se hace una encuesta en la que se pregunte cuántas de sus decisiones fracasaron, la mayoría de los consultados tiene una mirada autocomplaciente y no admite ni remotamente que la mitad fue un fiasco.
No es pura casualidad: la mente humana tiende a pensar que el ser que la alberga es mejor que el promedio. Creemos que somos mejores que el promedio de alumnos de la clase, que el promedio de los ejecutivos en puestos similares, que el promedio de profesionales que trabajan en el mismo rubro.
Volviendo a nuestros especialistas de la NASA, tras un parón de 32 meses para investigar el accidente, admitieron que un problema de ego fue el que desencadenó el desastre. Convencidos de que el resultado del viaje iba a ser excelente, apoyados por la experiencia y la trayectoria de la agencia espacial de los Estados Unidos, los encargados de la misión no realizaron los controles suficientes. Su orgullo mal entendido no les permitió ver las posibles fallas. Pero no hace falta ser un avezado astronauta para observar otros casos cotidianos de egos henchidos que se presentan en cada empresa, al momento de tomar una decisión.
Cuando las facetas no productivas del ego están insertas en el estilo de liderazgo y la cultura de una corporación, hay un incremento importante de las probabilidades de que los que toman las decisiones, en todos los niveles de la organización, resuelvan de manera mediocre o, peor aún, obligando a la compañía a afrontar pérdidas.
El ego y las decisiones
El ego se hace presente en las decisiones de maneras muy diversas, y afectándonos en varios de los elementos de una decisión. Nos afecta cuando estamos pensando las alternativas, dado que nos restringe la capacidad de pensar abiertamente varios cursos de acción diferentes entre sí. Cuando nuestro ego es muy alto, creemos que tenemos la mejor solución de inmediato, y que cualquier esfuerzo extra para pensar más alternativas apenas si mejorará nuestra situación. Por supuesto, si el ego es muy bajo no confiaremos en ninguna de las ideas que se nos ocurren y no les daremos siquiera el lugar para el análisis.
Como mala socia del ego, la mente nos tiende a veces algunas trampas. Por ejemplo, la llamada “trampa de la elección”: una vez que una persona eligió algo, tiende a asimilar la información que recibe luego de modo tal que respalde su decisión. Por supuesto que esto sólo nos confirma y reafirma que somos los mejores tomando decisiones.
Otra característica que hoy en día se ve demasiado es la estudiada como efecto Dunning-Kruger (por los apellidos de los investigadores que lo definieron), que no es más que un sesgo cognitivo por el cual las personas incompetentes tienden a sobreestimar su habilidad, mientras que los individuos altamente competentes tienden a subestimar su habilidad en relación con la de otros. A consecuencia de este sesgo, los individuos competentes tienden a asignar tareas difíciles a individuos que no tienen habilidad suficiente para completarlas en la creencia de que dichas tareas son sencillas de realizar, mientras que los individuos incompetentes tienden a acometer tareas para las que no están preparados, y pueden no ser capaces de reconocer su fracaso.
El psicólogo organizacional Adam Grant se pregunta en su reciente libro Think again por qué los humanos reaccionan tan lentamente ante las crisis que se avecinan, como una pandemia advertida o un planeta que se calienta. Y responde con total elocuencia: porque somos reacios a repensar. Uno de los motivos por los que eso ocurre, es lo que se denomina identity foreclosure (algo así como un embargo de la identidad), y remite a las situaciones en las que nos conformamos prematuramente con un sentido de nosotros mismos que luego nos cuesta desafiar. De ese modo, a menudo basamos nuestras elecciones en versiones pasadas de nosotros mismos o en las expectativas de los demás. Cuando obtenemos nuevos datos, si hemos embargado nuestra identidad, es posible que no estemos dispuestos a repensar las suposiciones que nos llevaron a seguir un camino en particular.
Hay quienes creen que las personalidades egocéntricas, con un yo exacerbado y una integridad avasallante que avanza a fuerza de prepotencia, son perjudiciales para los negocios. Tienen razón. El efecto que producen es la falta de debate, lo que retroalimenta el ciclo vicioso de ausencia de nuevas propuestas: se piensa que van a ser desestimadas, y por lo tanto, no tiene sentido exponerlas.
El problema es que el extremo opuesto –la carencia de autoestima, la falta de determinación, la poca firmeza, la inexistencia de amor propio- tampoco es garantía de éxito. El poseedor de semejante perfil es visto poco menos que como un inseguro carente de iniciativa.
El equilibrio se ubica, como siempre, justo en el medio, lugar que suele ser difícil de alcanzar. Un directivo humilde aprecia las ideas de su equipo de trabajo, las pondera y las aplica si las considera adecuadas. Sabe cuándo su criterio es el mejor, y cuándo reconocer que otro estuvo un paso adelante. Tiene capacidad para escuchar y es curioso y creativo porque no se conforma fácilmente. Pero, sobre todo, es veraz: busca siempre lo más conveniente para la empresa, de manera noble y objetiva.