La verdadera historia de la inteligencia artificial (IA) en la educación son las personas. Se trata de cómo podemos aprovechar este momento para hacer que el aprendizaje sea más humano, más personal y más inclusivo que nunca.
Si el futuro de la educación va a valer algo, tiene que pertenecer a todos los alumnos.
El cambio: cuando el coste de la ayuda lo cambia todo
En el corazón de la educación hay algo sencillo. Es la ayuda. Todos los profesores ayudan. Todos los padres ayudan. Todos los mentores ayudan. Sin embargo, la ayuda siempre ha sido limitada. El día solo tiene unas pocas horas y solo hay unas pocas manos para ayudar.
Esa limitación ha moldeado la educación desde que tenemos memoria. Algunos estudiantes reciben el tiempo y la atención que necesitan, mientras que otros no. No porque a los profesores no les importe, sino porque el sistema en sí mismo funciona con escasez.
La IA está cambiando eso, de forma silenciosa pero profunda.
Pensemos en un estudiante al que se le plantea la siguiente cuestión: «Describe el ambiente de un lugar que conozcas bien como si lo estuvieras viendo por primera vez». La palabra «ambiente» le desconcierta. No entiende lo que significa. En el pasado, ese estudiante levantaría la mano y esperaría, o peor aún, se quedaría callado.
La tecnología de IA se puede utilizar para preguntar qué significa «ambiente». La IA podría leer la pregunta en voz alta, desglosar el significado en términos sencillos, dar ejemplos e incluso ofrecer pasos para planificar el ensayo. Es paciente. Es inmediata. No juzga.
Eso es lo que yo llamo comprender a la velocidad de la necesidad.
Y aquí es donde las cosas se ponen interesantes. El coste de la ayuda –el tiempo, la energía y la atención que se necesitan para apoyar a alguien– ha empezado a reducirse drásticamente. Un estudiante puede obtener ayuda significativa en segundos, en lugar de minutos u horas. Eso no hace que los profesores sean menos importantes en este escenario, sino que los hace más valiosos. Porque ahora, el tiempo que tienen los profesores se puede dedicar a momentos más humanos.
En mi propia familia, he visto este cambio en acción. Mi hermana, a la que le diagnosticaron ceguera el año pasado, utiliza las gafas inteligentes Ray-Ban Meta, que funcionan con IA. Puede abrir la nevera y preguntar: «¿Qué hay dentro?». Las gafas se lo dicen. Puede coger un producto y preguntar: «¿Cuál es la fecha de caducidad?», y obtener una respuesta al instante.
Ese tipo de accesibilidad solía requerir la presencia de otra persona, pero ahora está disponible gracias a un susurro de tecnología. El mundo se ha vuelto a abrir para ella.
Una tecnología como esta plantea importantes cuestiones éticas. ¿Quién es el propietario de los datos? ¿A dónde van? ¿Cómo garantizamos la seguridad de las personas? Son preguntas que debemos tomarnos en serio. Pero la dirección del viaje está clara. El mundo es cada vez más accesible y el coste de la ayuda está disminuyendo rápidamente.
La brecha: entre quienes utilizan la IA y quienes no
Me parece que toda nueva tecnología crea una división antes de generar igualdad de oportunidades. Durante la pandemia, aprendimos esa lección por las malas. Los estudiantes con ordenadores portátiles y habilidades digitales pudieron seguir aprendiendo. Los que no los tenían se quedaron atrás.
Ahora se está formando un nuevo tipo de brecha, y esta vez no se trata solo de dispositivos. Se trata de conocimientos. Se trata de quién entiende cómo usar la IA y quién no.
Permítanme compartir una historia que todavía me hace sonreír. Un amigo mío llamado Phil vive en Manchester, Reino Unido, con su hija, Daisy. Hace un par de años, Daisy tenía dificultades con las matemáticas. Su profesora decía que era inteligente, pero que se estaba quedando atrás. Phil intentó ayudarla, pero se encontró tan confundido como ella. Entonces descubrió ChatGPT y se le ocurrió una idea.
Creó un tutor de IA personalizado basado en su perro, Izzy. Subió una foto de Izzy, le dio una personalidad cálida y le enseñó a explicar conceptos matemáticos con el tono de voz de Daisy. En lugar de aburridas hojas de ejercicios, Daisy de repente estaba conversando con «Izzy, el perro matemático».
Funcionó. En pocas semanas, su confianza creció. Cuando llegaron los exámenes, no solo había mejorado, sino que había vuelto a disfrutar aprendiendo. Phil también se sintió empoderado.
Eso es lo que ocurre cuando se utiliza correctamente la IA. No sustituye a los profesores ni a los padres, sino que los complementa. Lleva la ayuda a casa.
Pero imagina todas las familias que no saben que estas herramientas existen. O los profesores que no han tenido la oportunidad de aprender a utilizarlas. Ahí es donde reside el peligro. Porque la brecha entre quienes utilizan la IA y quienes no lo hacen es cada vez mayor.
No se trata solo de una brecha tecnológica. Es una brecha en cuanto a oportunidades, capacidad de acción y empoderamiento. Los estudiantes que saben cómo utilizar la IA pueden avanzar más rápido, aprender más a fondo y sentirse más seguros de sus capacidades. Los que no saben, pueden quedarse atrás.
Nuestra labor, como educadores, líderes y comunidades, es cerrar esa brecha antes de que se convierta en un abismo.
El camino: construir un futuro humano con máquinas
En mi libro Infinite Education (Educación Infinita) sostengo que nos encontramos en un espacio liminal. Es un período entre lo que solía ser la educación y en lo que se está convirtiendo. Algunas de las viejas estructuras están desapareciendo. Los ensayos, los exámenes, incluso la forma en que evaluamos la comprensión, están siendo cuestionados. La IA puede escribir ensayos, analizar datos y simular experimentos. Eso significa que tenemos que replantearnos lo que realmente significa el aprendizaje en esta nueva era.
Pero no todo es incertidumbre. También es un momento de inmensas oportunidades.
La IA está abriendo puertas a la accesibilidad, la personalización y la creatividad como nunca antes habíamos visto. Las interfaces neuronales están ayudando a personas paralíticas a mover el cursor con solo pensar. Los robots están empezando a ayudar en hogares, hospitales e incluso aulas. La tecnología avanza rápidamente y solo va a acelerarse.
Sin embargo, en medio de todo ese progreso, hay algo profundamente tranquilizador. Cuanto más avanza la tecnología, más nos damos cuenta de lo mucho que necesitamos a los seres humanos.
Cuando Deep Blue, de IBM, venció a Garry Kasparov al ajedrez en 1997, se anunció que eso supondría el fin del ajedrez. Se equivocaron. Hoy en día hay más gente que juega al ajedrez que en cualquier otro momento de la historia. La gente sigue viendo jugar a los jugadores humanos porque nos importan sus historias, sus emociones y sus errores. La tensión, el triunfo y la humanidad nos atraen.
Lo mismo ocurre con la educación. La IA puede analizar, resumir y explicar, pero no puede preocuparse. No puede ver la chispa en los ojos de un estudiante cuando algo le llama la atención. No puede ofrecer ánimos después de un día difícil.
Los profesores sí pueden.
En las mejores aulas del futuro, la IA no será un sustituto. Será un compañero. Se encargará de las tareas repetitivas, administrativas, de las cosas que consumen tiempo pero no pasión. Y eso dará a los profesores más espacio para escuchar, guiar, inspirar y conectar.
La pertenencia es la verdadera moneda de cambio del aprendizaje. Cuando los alumnos sienten que pertenecen a algo, se arriesgan. Lo intentan. Fallan. Crecen. Y cuando la pertenencia aumenta, el potencial se multiplica. Así es como se ve el camino a seguir.
Un futuro que pertenece a todos los alumnos
La IA en la educación es una historia de posibilidades. Se trata de redefinir lo que significa aprender y cómo es la ayuda para el aprendizaje.
Estamos al comienzo de este viaje y hay mucho por descubrir, pero si nos centramos en las personas, en la inclusión, el acceso y la pertenencia, podremos construir sistemas educativos que no solo se adapten al futuro, sino que lo creen.
El futuro del aprendizaje no pertenecerá a la IA. Pertenecerá a todos los alumnos que aprendan a utilizarla de forma segura y beneficiosa.
