Rosa Lagarrigue fue la mano derecha de Miguel Bosé hasta que fundó su propia compañía de representación desde la que ha conseguido que nombres como los de Mecano, Alejandro Sanz o Maná llenaran estadios enteros. La industria de la música ha cambiado y ella ha sido capaz de amoldarse a un tiempo en el que las redes sociales y los directos son imprescindibles para asegurar la viabilidad económica de sus representados. Un cambio drástico al que aún hoy, muchos se resisten.
Chile, Francia, Israel… Cuando una hace tantos kilómetros ¿deja de ser importante el lugar en el que nació?
Reconozco que no tiene mucha importancia. Me siento ciudadana del mundo y ahora, realmente, más española que chilena. Pero también soy muy francófona. El haber podido recorrer todos esos kilómetros y haber vivido en diferentes lugares te abre la mente.
¿Hasta dónde llegó en el mundo del baile?
A ser muy buena técnicamente, pero el físico no acompañó (risas). Es necesario ser muy delgado, muy fino de huesos y eso no me acompañó.
En Madrid acabó compartiendo pupitre con Miguel Bosé ¿Ya apuntaban maneras los dos?
Totalmente. Hacíamos teatro y bailábamos juntos en el Liceo Francés. En el colegio, en nuestro grupo de amigos estaban Miguel, el escritor Javier Moro… éramos muy activos artísticamente y yo me dedicaba a organizarlo todo, ya tenía claro mi papel.
Miguel y yo nos fuimos a vivir a Londres al acabar el colegio, y aunque yo me quedé tres años en Inglaterra, él se marchó enseguida a hacer cine a Francia e Italia. Después de ese tiempo, al no encontrar trabajo por lo difícil de conseguir visados con pasaporte chileno, fui a Italia e Israel a trabajar. Fue cuando Bosé empezó a producir sus propias películas con un grupo de amigos y me reclamó, pero a mí el cine no me atraía nada, así que hasta que no empezó a cantar, que volvió a tentarme, no volvimos a trabajar juntos. Cambié toda mi trayectoria: del baile a la música pop.
Profesionalmente usted no iba orientada por ese camino…
Para nada. Creo que no había escuchado pop jamás. No era lo mío, pero empecé de asistente de Miguel yendo a Nueva York a buscar bailarines, algo nada común en España en aquella época. Es lo que tiene ser internacional y no tener ningún tipo de prejuicio. Además yo era una perla por la cantidad de idiomas que hablaba, y con la intención de que la carrera de Miguel tuviera proyección internacional, la gente de su discográfica me apoyó muchísimo, y enseguida, gracias a todo lo que me divertía, me di cuenta de que ese era mi camino.
Dos años más tarde Miguel me pidió que dejara de ser su asistente para convertirme en su mánager, y lo primero que hice fue montar una gira en América, que aunque fue muy duro, salió redonda. Fueron tres meses de viaje con un equipo de quince personas, quince mil kilos de carga y un rayo láser. Otra época.
¿Cuándo empezó a mirar a otros artistas?
Miguel y yo nos separamos en 1983 y empecé a trabajar en Hispavox, una compañía discográfica, encargándome de la zona de Europa, y fue cuando me vino a ver José María Cano, de Mecano, para replicar con ellos lo que había hecho con Bosé. Decisiones arriesgadas que salieron muy bien. El camino me llevó y yo me dejé llevar. Nunca he tenido miedo.
Y después vinieron muchos más.
Monté mi propia agencia, RLM, después de decirle sí a Mecano y llegaron La Unión, Franco Battiato, Eros Ramazzoti, Maná…
Piense cómo era la industria musical entonces, ¿qué conclusión saca?
Era un sector floreciente, con mucho dinero y grandes inversiones y beneficios. Se podía gastar mucho en los artistas y ahora tenemos que estar pendientes de cada céntimo, vivimos sufriendo. Hay poca alegría en la industria, no como entonces, donde la improvisación o el desconocimiento eran maravillosos, aunque no estábamos tan profesionalizados como ahora. Se ha crecido en el directo pero las grabaciones son más tristes.
¿Se puede vivir de la música solo vendiendo discos?
No, es imposible. Hay que acompañarlo de directos o ser alguien con una presencia considerable en redes sociales. Hablamos de más de veinte millones de seguidores, porque si no tampoco vives. Tenemos que ir ramificando y picar en muchos frentes. Da vértigo porque el éxito es muy efímero y hay que ahorrar y buscar ‘sobresueldos’.
¿Le ha hecho daño la digitalización a la industria de la música?
Creo que la digitalización será lo que salve la música. La gente se empieza a mentalizar de esa vía de consumo y será lo que salve la industria, junto con las giras en directo. Hay que dar tiempo para que se organice todo y para que la gente se mentalice que debe pagar por consumir música.
¿Ha sido sencillo ver a estas plataformas como un aliado?
No, y todavía cuesta, pero poco a poco están caminando hacia ello reconvirtiéndose hábilmente. Tenemos que tener la mente abierta y darnos cuenta de que nada es igual a como era hace veinte años.
Desde el punto de vista económico, ¿hacen falta más ayudas por parte de la Administración?
Sobran problemas y falta lógica. Por ejemplo en cuanto a los permisos que se otorgan para realizar conciertos o no siendo tan estrictos respecto al aforo en las zonas de pista. Falta sentido común. Que un local como el Madrid Arena esté cerrado es una pena, por un tremendo y gravísimo incidente, pero es una lástima que no se reinvente.
¿Se criminaliza al promotor?
Sí, claro que sí, históricamente no tienen buena imagen. Pero son quienes se juegan el dinero para que el público pueda disfrutar de un concierto.
¿Cuánto han cambiado los artistas desde que usted empezó con Bosé?
Suelen ser seres muy creativos, inseguros y con ansias de comunicar su arte, pero ahora tienen una maldita obsesión por las redes sociales. Parece que solo vale los seguidores que tienes, y eso es muy duro.
Los define como inseguros ¿es una característica extendida?
Sí, y me parece lógico. Ellos crean y tú juzgas. Lo entiendo.
¿Obsesiona encontrar el próximo artista que cambie la música?
No obsesiona pero atrae y me encantaría, y eso que yo he estado siempre muy mimada. Puedo decir con orgullo que me he ocupado de gran parte de los artistas más importantes de la música latina, y descubrirles no es una obsesión. La obsesión es hacerles crecer y que llenen estadios.