En sus brazos hay pájaros roqueros (pero parecen palomas). Sobrevuelan la piel de la escritora a lo largo del extremo izquierdo, desde la muñeca hasta el hombro y parte del cuello. Y trepándole el antebrazo derecho, una salamandra. Como buena capricornio, Rosa Montero está entre Saturno y la Tierra, mediando entre dos nostalgias que se arañan la carne con literatura.
“Los humanos nos pasamos la vida haciendo planes minuciosísimos, solo para que luego llegue la realidad y los pisotee”. Las expectativas, desamores y fracasos.
¿Cuántos cheques sentimentales extienden tus ficciones?
Yo no sé lo que piensan mis personajes, pero esta novela (La carne), la anterior (El peso del corazón) y la segunda que publiqué (La función Delta) son las únicas novelas en las que el amor, únicamente, es uno de los temas principales. ¡Y son quince novelas ya! En las demás hay otros temas como la muerte, el paso del tiempo, la locura, el miedo al fracaso… En La carne hay amor –más bien falta de amor– pero no es sólo una cosa sentimental, sino que es estar al borde por una sensación de falta de amor radical en varios sentidos. Me interesaba poner a una persona (Soledad), que estaba cumpliendo sesenta años y que había tenido una vida extrema (aunque tuvo muchos amantes, nunca vivió una relación estable).
Ella se preguntaba si iba a conocer el amor algún día a pesar de su edad. Cuando estaba terminando la novela, me di cuenta de que no había tenido que irme tan lejos porque, en realidad, hay montones de hombres y de mujeres que llevan casados treinta años, o que a lo mejor se han casado y se han separado siete veces, y que sin embargo sienten la misma herida angustiosísima dentro del corazón. La herida abrasadora de creer que no han sido queridos de la manera en que querían ser queridos. Esa locura del ser humano, esa insatisfacción… Hay una frase de Oscar Wilde que me encanta que dice: “Para la mayoría de nosotros, la verdadera vida es la vida que no llevamos”. Brutal, ¿no?
Dices que la vida es un pequeño espacio de luz entre dos nostalgias: la de lo que aún no has vivido y la de lo que ya no vas a poder vivir.
Sí. Vivimos en una ficción pura. Para mí, ya te digo, la realidad y la ficción están completamente mezcladas. De hecho, nuestra memoria es un cuento, un invento. Recuerdas tu vida, pero no es verdad. Estás contándote un cuento con tu vida. Todos somos novelistas y escribimos la novela de nuestra vida. Yo tengo un hermano con el que recuerdo cosas de la infancia y te aseguro que los padres de mi hermano no son mis padres, no tienen nada que ver; él se ha montado su vida de otra manera [risas]. Nuestra memoria es una ficción que vamos cambiando, así que nuestra identidad también es una ficción.
Tus personajes son… ¿supervivientes?
Todos son supervivientes, y esa es una gran diferencia. Aunque vivan las mismas cosas que un perdedor, incluso con el mismo resultado, los supervivientes nunca se rinden. La manera en que viven la vida es completamente distinta.
Soledad, el personaje de ‘La carne’, tiene cierto poder adquisitivo pero quiere ser joven también. De hecho, paga seiscientos euros por los servicios de Adam, el gigoló. En su caso, ¿el dinero puede comprar juventud?
No. Primero: ella tiene dinero, pero relativo. O sea, tiene cierto dinero, pero también tiene miedo. Tiene una hermana dependiente de ella, es autónoma, y no sabe cuánto le va a durar esa situación; lo cierto es que tiene la casa y poco más. De entrada no es una potentada, desde luego. Y segundo: quiere ser joven como lo queremos ser todos. A ella le gustan jóvenes y en un momento determinado piensa que quizás sea porque no ha madurado y porque, quizás, no ha tenido la infancia que hubiera querido tener, por lo que fuere. Pero te insisto que lo del dinero con Adam es lo de menos. No le compra con eso, ése no es el problema. Además, ella no quiere pagar, ella detesta tener que pagarle. Está claro que es un personaje que no va a volver a contratar un gigoló en su vida.
Foto: Nani Gutiérrez
Sobre todo cuando su vecina Ana le pide ayuda para poder pagar los doscientos treinta euros que le cuesta a ella el alquiler. Soledad, entonces, recapacita y piensa que lo de los seiscientos euros es una niñatada.
Claro. Porque se da cuenta de que en realidad está pagando seiscientos euros tan solo para poder darle celos a su ex. Eso es lo que es increíble, ¿no?, que alguien sea capaz de hacer algo así. Pero lo cierto es que creo que todos somos capaces de hacer algo similar, porque en el amor nos volvemos todos tontos. Por eso representan a Cupido como un niño.
Si se paga por carencias afectivas o sexuales, ¿de quién es la culpa: de la persona que paga o de la persona que cobra?
Insisto: estás empeñado con el asunto de la prostitución, pero es un elemento aleatorio y secundario para mí. La carne no es una novela que hable de la prostitución, ni masculina ni femenina.
Pero el personaje paga, ¿no? Entonces, alguna culpa debe sentir…
Paga, sí, pero nadie tiene la culpa. Nadie la culpa, desde luego. No veo culpables a ninguno de los dos personajes: ni a ella por pagar ni a él por ser gigoló. Aunque tampoco vería culpable a una mujer que quiera pagar, que conste. Pero, además, es que ella ni siquiera se lo plantea. Es un resultado del azar que, insisto, ella detesta. Para lo que me sirve el hecho de que él sea gigoló, en este caso, es para descubrir que esta profesión, al menos en España, es muy poco profesional en el sentido de que hay más oferta de chicos que demandan mujeres, y como resultado de esa situación a menudo ellos no pueden vivir de ejercerla. El resultado es que en su vida diaria encuentras desde escayolistas hasta abogados. Profesionales de todo tipo que se sacan un sobresueldo de cuando en cuando.
¿El dinero da la felicidad?
Nada, ninguna.
Entonces, ¿la felicidad está sobrevalorada?
No. La felicidad está equivocada. Creemos que es un lugar que se puede poseer y en el que te instalas. Pero no, la felicidad son chispazos y momentos en un paisaje lleno de inquietud y malestar.