Cegados por la pasión, nuestros servidores públicos –los políticos, como comúnmente los llamamos– a menudo se olvidan de que no trabajan para ellos, tampoco para su partido, sino para el ciudadano, para ti, para el vecino y sobre todo para el que no piensa como ellos. Parece obvio, pero no es así. El Parlamento no está en las redes, sino en la Carrera de San Jerónimo. La televisión no es el hemiciclo. Nos equivocamos los medios otorgándoles un exceso de cobertura mediática; es fácil percibir que hay días que no tienen qué decir y que muchos mensajes están forzados. Hacer política para los medios en vez de para el ciudadano nos empobrece. No están los tiempos para radicalizar posturas y gestionar sólo para los míos.
A menudo se arrojan unos a otros que su única profesión es la política. Con frecuencia sentimos que se agarran a sus cargos porque les costaría incorporarse al mercado laboral.
Tiene sentido que alguien dedique su talento, su esfuerzo y su tiempo a mejorar nuestro bien común. Nuestro, no suyo. De todos, de los que no piensan como él.
Chirría el compromiso cuando se saltan las normas de educación básicas. Se rigen por el cortoplacismo, las medias verdades y la disciplina de partido con unas listas cerradas que empobrecen la captación de talento político. Hasta que no construyamos una sociedad donde ellos quieran trabajar para el bien común no funcionaremos bien. Los mejores no quieren asomarse a la política porque es un lodazal que ensuciará tantos años de esfuerzo profesional.
A ninguna de las mejores empresas de este país les gustaría tener en sus equipos a estos líderes que desunen y hacen oídos sordos con quien no piensa como ellos. Ningún empresario querría en su equipo esta clase política –asumo que la generalización es injusta–, capaz de tratar a sus clientes (los ciudadanos) con estos modales. Ninguna empresa sensata contrataría a estos políticos crispados e insultones cuyo cinismo no tiene cabida en una sociedad de bien, de bien común.