No corren buenos tiempos para los mitómanos. Uno tras otro, cada ídolo va cayendo. Que si la conducta de uno en el pasado, que si unas polémicas frases, que si sus declaraciones de la renta o que si le gusta la pizza con piña. Pocos de los contemporáneos sobreviven, van cayendo todos como las hojas de un árbol en octubre. Lo pensaba ayer viendo a Miguel Bosé con Jordi Évole. Que sí, que llovía sobre mojado, que hay que separar siempre al artista de la obra, pero no os voy a mentir: preferiría no saber todo lo que ahora sé del artista más bandido y que mejor hace café de todos que han existido. En general, preferiría no saber casi nada de todos los artistas de los que he conocido algo, cualquier nimiedad. Porque la realidad siempre defrauda a la expectativa.
Hasta hace algún tiempo, uno se enteraba de la vida de sus idolatrados con cuentagotas. Sobre todo, nos llegaban rumores. Algún comunicado, una noticia en la Super Pop o en la Rolling Stone de turno, una anécdota que te contaban y de la que nunca sabías la fuente… Pero eran informaciones esporádicas. Hoy sabemos de nuestros mitos 24 horas al día. Y, salvo excepciones, te acaba pasando lo mismo que con cualquier otra persona: que conocerla durante tanto tiempo es casi siempre un chasco. Si bastante cuesta con los más cercanos, imagínate con un excéntrico famoso. El exceso de información provoca hastío y, cuando te das cuenta de que en realidad no querías saber, ya es demasiado tarde.
Desde hace algún tiempo, reivindico el derecho a no saber nada sobre las personas a las que idolatramos. Quedémonos con su obra, maravillémonos con su talento, pero no les pidamos demasiado, porque la forma más fácil de que caiga un mito es pidiéndole que abra la boca. A veces exigimos a los famosos que aprovechen su gran altavoz para ser ejemplares sobre algunos temas, que expresen su opinión. En realidad, no hay nada que podamos demandar a un artista, deportista o famoso. Haciéndolo corremos el más grande de todos los riesgos: saber que tiene opiniones corrientes, de cuñado acodado en la barra de un bar, la mayoría de las veces vulgares, como las que tenemos casi todos. Expertos en nada, aficionados de todo.
Si hay algo que distingue a los mitos, es su aura. Este brillo celestial se compone de la suma de talento, admiración y, sobre todo, muchísimo misterio. Cada vez que una celebridad a la que admiramos habla, sea para bien o para mal, eso da igual, su fulgor se va apagando, como la bombilla del trastero que nunca cambias. Un mito nunca debería ser cotidiano, un mito nunca debería tener una opinión sobre todo, un mito no siempre tiene una reflexión interesante. No pidamos tanto a nadie porque, como ya avanzó Enrique Urquijo en “Ojos de Gata”: todos se vuelven vulgares al bajarse del escenario. Sí, no corren buenos tiempos para los mitómanos.
Feliz lunes y que tengáis una gran semana.