Nunca he sido y, por falta de habilidad y ganas, os garantizo que nunca seré un buen chef. Si talento e intensidad son los atributos que te hacen perfeccionar en cualquier disciplina, yo parto de cero en materia culinaria. Me gusta comer, como a la mayoría, pero cocinando siento que invierto demasiado tiempo en algo que desaparece muy rápido. Lo mismo que me pasa al pelar una piña. La verdad es que mi ausencia de pericia debe de ser memorable, porque nunca he sentido gratitud por algo que haya preparado. Todo esto suena derrotista, especialmente para un vasco, pero es la verdad. Si tuviera que estar confinado un par de años más, creo que el delantal siempre me quedaría grande. Seguro que encontraría otro pasatiempo.
Tengo la fortuna de tener a alguien en casa que palía a todos mis defectos y yo, simplemente, me dedico a fregar lo mejor que puedo. Y, otra vez, me cuesta conseguirlo. El problema es que soy voluntarioso para hacer propósitos de enmienda que nunca cumplo y, durante un tiempo, prometí que intentaría cocinar. Muy vehementemente, además. Durante una mañana. O ni eso. Recuerdo que mi plan maestro era comprar un artilugio que haría casi cualquier receta con una facilidad pasmosa: la Thermomix. Yo, a quien las instrucciones del Ikea le parece que están en sánscrito, vi cómo se abría ante mí el mar Rojo. Me sentía Moisés, pero en vez de con un bastón, con una espátula. ¿Quién iba a mandar ahora en la cocina?
“Disfruta de una comida perfecta en todo momento”, leí. Y empecé a hallar toda una suerte de recetas para este artilugio en distintos blogs por Internet. Pero comenzó a torcérseme el gesto. Me di cuenta de algo tan ridículo como cierto: robotizado el proceso, estandarizadas las medidas, los resultados serían los mismos siempre. Algo no me gustaba. Las imágenes de bizcochos clónicos, exactamente iguales, se iban acumulando en mi mente, sobreponiéndose uno encima del otro. Cintas transportadoras llevaban el mismo puré una y otra vez. Sin parar. Era todo tan fabril, como jugar con la genética para tener un hijo pelirrojo. Todos los que quisieran podían llegar al mismo resultado, muy bueno, sin duda, pero totalmente indiferenciado.
Mi preocupación iba en aumento. ¿Y si en cada disciplina hubiera más Thermomix y no nos estuviéramos dando cuenta? Pensé en la mía, el marketing, y me di cuenta de todas las veces en las que hacemos lo correcto, en las que ponemos los ingredientes exactos, en las que somos académicamente irreprochables, con la solidez de nuestro Power Point ejerciendo de guardiana. Cuántas veces también, demasiadas, llegamos a un resultado indiferenciado. Nadie podrá cuestionarnos el camino, pero el resultado no dejará ninguna huella, como el puré de una Thermomix. Y es que, aunque algunos nunca aprendamos a cocinar, siempre seguiremos siendo unos comensales agradecidos que agradecen un buen plato irrepetible. Por eso, nunca compré esa maldita máquina.
Feliz lunes y que tengáis una gran semana.