Aquella Navidad fue fantástica. Internet era un lugar al que se entraba y el teléfono fijo no podía sonar si estabas dentro. Vivían todos los miembros de mi familia, todos aquellos que había conocido, y yo seguía sin saber que los Reyes Magos no eran los Reyes Magos. Aquella Navidad fue fantástica, me regalaron un Baby Born y un cuaderno de la película Bichos con la portada acolchada y brillante. Mi hermano era un renacuajo, los oía debatir si querían pavo relleno de este año era mejor que el solomillo del otro. Por aquellos tiempos no me gustaba ningún tipo de turrón.
Yo nunca volveré a tener ocho años y todos debatirán sobre pavo o solomillo —es que ya no están todos. Tampoco esperaré nerviosa que alguien toque el timbre y traiga regalos empaquetados de colores. Ni señalaré juguetes en el catálogo de El Corte Inglés. Nunca tendré dos semanas enteras de vacaciones para jugar ni me dormiré en el sofá y me subirán a la cama en brazos. Nunca más veré Love Actually por primera vez y nunca más pensaré que existe el ‘siempre’ porque ya entendí algo, no todo, sobre la pérdida.
Somos capaces de recordar con nostalgia unas buenas navidades pasadas. Pero, ¿seríamos capaces de identificarlas cuando están sucediendo?
Sé lo que nunca voy a volver a poseer, y sin embargo mi descubrimiento sólo demuestra eso que subyace: podría también saber lo que sí poseo.
No volveré a tener treinta y un años y estaré así, aquí y ahora. Sana y volviendo a casa en un tren que va a 300 kilómetros por hora, directa a una casa en la que, siendo todo distinto, mi familia sigue esperándome. Todo pasa estrepitosamente rápido y, sin embargo, está pasando y eso lo hace poderoso, lo hace existir.
Ahora Internet lo inunda todo y casi no quedan teléfonos fijos pero la vida real sigue estando ahí afuera, como agazapada esperando a que le hagan caso. Y yo sigo teniendo un cuaderno para escribir. Por eso creo, anoto, que podría llegar a casa estos días y organizar una cena yo, aunque todavía no esté organizada, llamar a ese alguien cuya llamada lleva pendiente un mes, alguien nuevo o alguien de siempre, comer algo rico que me prepararon, podría preocuparme por comprar cava para brindar otra vez. Podría abrazar a mis amigos, pasar tiempo debajo de una manta, empezar el libro que fui dejando para el final, hacer una lista de cosas que quiero para el próximo año (aunque luego la olvide de forma inevitable) y podría comer el turrón que ahora sí me gusta para luego decir que comí demasiado. Podría aceptar la posibilidad, aunque sea pequeña, de que es una buena navidad.
Podría ser feliz y saberlo, no agarrarme sólo a la felicidad pasada —eso sería un éxito. Como manera de hacer honor a lo que fue y por el milagro de lo que es, a pesar de los huecos en la mesa, a pesar de lo que nunca volverá.
