Opinión Salvador Sostres

El Oceanogràfic de Valencia, un Ritz para los delfines

Yo que me había pasado mi infancia mirando por las rendijas de las puertas que conducían a las piscinas traseras del zoo de Barcelona, donde los delfines descansaban, y la adolescencia aprendiendo a colarme en los delfinarios de todas las ciudades importantes que visitaba para estar a solas con los delfines; yo que cuando tuve 13 años me escapé una tarde del colegio, fui a la Boquería a comprar dos kilos de sardinas, entré en el zoo y me colé al tanque de la orca Ulisses para jugar con él y alimentarlo justo en la hora que sabía que los entrenadores se iban a comer; yo, este mismo yo, crecido en edad pero que vive desde el mismo niño curioso, fascinado, ansioso, fui recibido el viernes en el Oceanogràfic de Valencia por mi ya querido y yo diría que hasta queridísimo Daniel García Párraga, director de operaciones zoológicas del centro, y conducido oficialmente a través de las piscinas interiores, sin tener que colarme, sin tener el miedo de ser descubierto y expulsado, por fin aceptado, invitado, agasajado justo en el lugar al que, por motivos más allá de mi comprensión, he tenido siempre la sensación de pertenecer.

Me gustan las ciudades, los bares, los restaurantes, los hoteles, los parques de atracciones, pero sobre todo me gustan los delfines, las orcas, el backstage de los delfinarios donde uno puede estar cara a cara con estos animales, tranquilo, sin público, sin nada particular que hacer, mirarlos por el infinito placer de ver lo que hacen. No soy animalista, no creo -tras varios disgustos- en tener animales domésticos, no soy ecologista, ni mucho menos apologeta del cambio climático, pero desde que soy capaz de recordar no hay nada tan emocionante, sexy y a la vez paralizante para mí como ir a ver los delfines o las orcas. Nada que me maraville, impaciente, me colapse tanto. El viernes en Valencia tuve este acceso único en mi vida, y yo fui feliz por los pasillos y túneles que me llevaron hasta la piscina interior de los delfines. Feliz de una felicidad íntima, infantil, en cierto modo peligrosa porque contenía una totalidad que me proporcionaba demasiado aire en el pecho y un sentimiento de superioridad que tuve luego que hacer un muy consciente esfuerzo por rebajar, para volver a tratar con los demás como si fuéramos iguales.

Y cuando a la siguiente curva esperaba ver ya a los delfines en su piscina interna, tuve el sensacional impacto de ver a dos belugas. Hay quien les llama ballenas beluga, pero es absurdo porque su propio nombre indica, Delphinapterus leucas (delfines sin aleta), son más próximas a los delfines o de la Superfamilia de los delfines, lo mismo que las orcas, que ni son ballenas -son también delfines-, ni son asesinas, porque que se sepa, nunca en libertad han atacado ni mucho menos matado a un hombre. Los delfines beluga eran de una majestuosidad que yo jamás había visto antes. Majestuosidad juguetona sonriente, pude estar muy cerca de ellas, tocarlas, darles de comer sardinas y calamares. Qué momento tan extraordinario el de estar junto a estos delfines enormes, grises, brillantes, de piel tan suave. Qué sensación de orden, de paz, de alegría por verlos tan contentos con sus entrenadores, tan confiados, tan cariñosos hasta conmigo, que era la primera vez que estaba en su presencia.

Estas dos belugas son las que llegaron de Ucrania, evacuadas tras dos años de guerra. La complejidad del traslado y el estado en que se encontraban fueron un alto reto para el Oceanogràfic y aquí está el resultado. Me pregunto qué vida ha mejorado o salvado un animalista, me pregunto qué aportación ha hecho al conocimiento científico que tanto ayuda a la conservación de los animales, dentro y fuera de zoos y acuarios. Decir que estos animales sufren o están privados es inventarlo, basta con verlos y estar con ellos un rato. Pensar que Daniel estaría aquí si los animales estuvieran maltratados es no conocer a Daniel. Pensar que a mí me gustaría tanto Daniel si maltratara a los animales es no conocerme a mí.

El negocio de los animalistas es decir que los acuarios maltratan a los delfines. Además de su épica y de su emotividad vacía de argumentos racionales, no sólo han podido demostrar este maltrato sino que sus alternativas no existen: los santuarios para delfines no existen, hasta el punto que cuando Ada Colau quiso deshacerse de los delfines de Barcelona y prometió mandarlos a un santuario, tuvo que rectificar, reconocer su mentira, y mandarlos al Oceanogràfic, donde viven estupendamente junto a los otros delfines del centro. El negocio de los animalistas es enriquecerse a costa de una propaganda emocionalmente eficaz pero vacía de contenido, falsaria, y a sabiendas de que perjudican a los delfines, cerrando cada vez más delfinarios, con la consecuencia de que cada vez menos centros pueden dedicarse a la investigación y conservación de la especie y cada vez hay más delfines en menos piscinas.

Ir a los delfines fue el principio de mi fascinación por ellos. Si no los hubiera podido ver de tan cerca nunca me habrían fascinado de tal manera. Si yo y muchos como yo no hubiéramos tenido esta fascinación, no habría habido sensibilización, ni conciencia de lo que un delfín es, ni investigación ni conocimiento científico generado a partir de estos animales que sirve para los que están dentro, para los que están fuera, y para el progreso de la humanidad, que se basa en el conocimiento y no en la superstición, ni en la mala fe de los que quieren explotar comercialmente la ignorancia de los demás. Con los años he visto cómo mejoraban sus condiciones de vida en los parques, con instalaciones cada vez más confortables, y unas actividades y alimentación y cuidados médicos, que en muchas ocasiones les proporcionan una vida mucho mejor que vivir en libertad. Y esto no lo digo yo. Lo dice la ciencia, lo dicen los datos científicos que acreditan que para un delfín no es en absoluto una cárcel ni una tortura estar en un centro como Oceanogràfic, donde tiene una esperanza de vida mucho más alta y está mucho más protegido de cualquier eventualidad.

Sin los delfinarios no sabríamos qué son los delfines ni los querríamos tanto, y para cuidarlos hemos de confiar en lo que durante todos estos años hemos aprendido, en lugar de en cínicos y lunáticos que lo único que quieren es vivir de tu angustia. Sin el Oceanogràfic, que según ellos tendría que estar cerrado, las belugas de Ucrania estarían muertas. Hay una lógica de la izquierda, una lógica siniestra, que siempre acaba con sus bolsillos ricos y todo lo que amamos, muerto.