“Busca lo más vital, no más. Lo que has de precisar, no más. Nunca del trabajo hay que abusar. Si buscas lo más esencial, sin nada más ambicionar, mamá naturaleza te lo da”. Hace exactamente ocho años viajaba con mi novia en un autobús que recorría la Ciudad Universitaria de Madrid. Íbamos buscando un piso en el que dar comienzo a una nueva etapa cuando un grupo de chavales entró en el vehículo y dos de ellos, visiblemente avergonzados, comenzaron a cantarnos a todos los pasajeros la canción de “El libro de la selva”. El autobús se puso a aplaudir al unísono y a los chicos se les fue el rubor de golpe. Fuera hacía calor, aunque ya no tanto como en el arranque de verano, las terrazas estaban repletas y parecía que no existía esa crisis económica que azotaba a todos. Era septiembre de 2012. Sentimos que nada podía ir mal.
No hay un mes como septiembre en Madrid. Ya no puedes freír huevos en la explanada de Sol y la ciudad bulle, está tan efervescente como una tónica recién servida. Sus calles se convierten en una gigantesca terminal de llegadas. Puedes distinguir a los grandes grupos que se apelotonan en los bares: fugitivos que regresan, universitarios aún con restos de Roacutan, estudiantes Erasmus calientes como el queso de un san jacobo, jóvenes ante la ilusión de su primera experiencia laboral y turistas con camisetas del Real Madrid que vienen a ver los primeros partidos de Liga. Septiembre en Madrid tiene un sonido especial, creo que sabría diferenciarlo de la melodía de cualquier otro mes. Es la sintonía de querer dejarse la vida en sus rincones, la ilusión ante la hoja en blanco, ante el comienzo de algo. Este es, o quizá era, el mes de los fascículos. Y cuántas colecciones han empezado aquí.
Hoy es septiembre de 2020 y he regresado a Madrid en un autobús medio vacío. Algunas cosas han ido mal recientemente. Volvemos a la selva, sí, pero a nadie se le ocurre que cantar una canción podría levantarnos el ánimo. Hay menos tráfico. Somos muchos menos de lo habitual. Quedamos los que trabajamos en Madrid, aún no hay demasiados estudiantes nuevos y, aunque todavía cuesta sentarse en una terraza, el sonido se apaga antes de medianoche. Sé que debería dormir más plácido, pero esta ausencia de ruido es de ciudad de provincias, no de Madrid. Al menos del que yo conozco. Este maldito virus se ha llevado por delante a demasiada gente, especialmente aquí. Y también ha afectado al corazón de Madrid como no lo ha hecho en ninguna otra ciudad del mundo. Todo lo que representa este desagüe se ha ido por el sumidero.
Ahora te das cuenta de que la basura no se recoge tan a menudo como sería deseable. Las baldosas rotas que antes pasaban desapercibidas ya no son tan pintorescas. Hay demasiadas persianas bajadas, pocos hombros sudados con los que chocar para pedir una de croquetas. ¿Cuántas historias de una noche habrán desaparecido? ¿Cuántos nuevos mayores de edad no habrán comenzado su aventura? ¿Cuántas cabezas de gamba menos se habrán pisado? ¿Cuánto habrán caído las ventas de las servilletas con la inscripción “Gracias por su visita”? ¿Cuántas canciones se habrán dejado de cantar en el Tony 2? Madrid es hoy menos fatal, menos lujuriosa, menos mala. Este virus se ha metido en sus calles y las ha desprovisto de vida.
Septiembre de 2021. Me imagino llegando en un autobús a Madrid. Espero que un adolescente con bigotillo me cante alguna canción ridícula. Espero tener que hacerme hueco para pedir una ración de ensaladilla. Espero tropezarme en su empedrado. Espero quedarme como un tronco con su maravillosa cacofonía. Espero que muchos empiecen una preciosa historia, como mínimo como la que yo tuve la fortuna de comenzar un septiembre de 2012. Espero que por mucho tiempo siempre siga habiendo barcos que naufraguen en Madrid.
Feliz lunes y que tengáis una gran semana.