Si trabajase en Dormidina, contrataría a Perico Delgado y Carlos de Andrés para protagonizar mi siguiente anuncio. Cuenta la leyenda que en las terapias para tratar el insomnio la medida más desesperada cuando ya nada funciona es obligar al paciente a ver en bucle una etapa llana de la primera semana del Tour de Francia. Si no surte efecto, dicen, ya no hay nada que hacer. Ni siquiera un disco de Álex Ubago. A mí pocas cosas me divierten más que ‘La Grande Boucle’, que comenzó el pasado sábado en Niza, pero para muchos la combinación de kilómetros sin que aparentemente pase nada, el sonido del helicóptero, los paisajes, las bicicletas dibujadas en maizales, la relajación de las vacaciones (no este año), la hora de la siesta y las cálidas voces de los comentaristas son una combinación que de forma inevitable termina en un ronquido y en el consiguiente “¡Si yo no ronco!”. Nunca podré entenderlo. No hay deporte que aporte más aprendizajes que el ciclismo.
De todas las figuras que abundan en el pelotón, hay una que me interesa más que ninguna otra: los gregarios. Suelen pasar desapercibidos, aunque son siempre mayoría, seguramente más de un centenar del total de los corredores. Su trabajo consiste en hacer la vida más fácil al líder del equipo, cumpliendo para ello varias tareas, como bajar a por bidones al coche del equipo y volver para entregárselos rápidamente, cortar el viento al jefe para que tenga que pedalear menos y prestarle la bicicleta en caso de que pinche cuando la carrera ya está desatada. Nunca salen en la foto para lucir su moreno ciclista (están tan delgados que hasta los huesos cogen color) y a nadie le importa la posición en la que queden, que normalmente suele ser a una hora del primero. Tienen nombres comunes como ‘Chechu’ Rubiera o ‘Triki’ Beltrán, que bien podrían ser también parroquianos de un bar cualquiera de Mota del Cuervo.
Los mejores gregarios son tremendamente humildes. Conscientes de sus limitaciones, hacen su trabajo lo mejor posible y, habitualmente, sin protestar. Es tarea de un buen líder no sólo mantenerlos motivados, sino hacerles conocer su visión, explicarles cómo quiere lograr sus objetivos. En el fondo, es como en cualquier trabajo, necesitamos saber a qué estamos dedicando nuestro tiempo, para qué estamos entregándonos. No vale con el simple hecho de hacerlo. Cuando uno entiende qué aporta su función, no hay puerto que no pueda subir, incluso el Alpe D’Huez en triciclo. Si los objetivos no se explican de forma clara, se rompe la confianza y, cuando empieza a soplar el viento, te cortas con el primer abanico como si fueras la bolsa de “American Beauty”. Los gregarios son, somos, enormemente permeables a la capacidad de motivación de nuestro líder.
Cuando uno es gregario, debe entender que no aparecerá en las fotos de las victorias. Si su referente ha generado el entorno ideal, sentirá algo cercano a la felicidad, pero nunca tan profunda como la del que cruzó la meta primero. Asumámoslo. Podrá estar satisfecho, realizado, contento, pero no eufórico. Aunque tampoco tendrá primeros planos compungido al no lograr el objetivo. Eso le toca al líder, que no sólo es capaz de pedalear mejor, sino que su posición le exige soportar la responsabilidad, cuyo peso es, por lo menos, como el de un cachopo en Cudillero o el de Chicote en 2015. Eso sí, siempre habrá un gregario cerca para acercarle un pañuelo con el que enjugarse las lágrimas tras un fiasco.
Me gustan los gregarios que asumen su rol precisamente por eso, porque se acaban convirtiendo en compañeros de viaje, en confidentes en el tiempo libre, tienen una conversación a mano para las horas muertas de las etapas. No sólo se trata hacer de aguador, de esperar a que llegue una bicicleta nueva cuando has cedido la tuya o de proteger al más cualificado de tu equipo; se trata de hacer equipo, de conocer tu rol. En el fondo, no es más que mantener despierto al líder cuando tantas veces se queda dormido. Que teniendo tan cerca a Perico Delgado y Carlos de Andrés el peligro acecha en cada curva.
Feliz lunes y que tengáis una gran semana.