Opinión Federica Ilaria Fornaciari

Cuando cuidarse también es un acto de valentía

El liderazgo no empieza en una sala de juntas: Federica Ilaria nos cuenta que empieza en cómo nos hablamos cuando nadie nos ve.

Abrazo entre dos mujeres. Getty images

Nos enseñaron que la inclusión es algo externo: luchar por el derecho de pertenecer, de participar, de no ser excluidas. Pero ¿y si la inclusión más urgente, la más postergada, fuera con una misma? Cada día, millones de mujeres caminan sobre la cuerda floja de lo que el mundo espera de ellas y lo que ellas desean construir. Ser buenas hijas, buenas madres, buenas líderes, buenas compañeras. Buenas. ¿Pero qué pasa cuando nuestras ambiciones no caben en el molde de lo esperable? Cuando decimos que no. Cuando priorizamos un proyecto, una idea, un sueño. Cuando renunciamos a la sobreexigencia que no elegimos. Yo también caí muchas veces en la trampa de la sobreproductividad, del ‘yo puedo con todo’, del multitasking convertido en medalla.

Pero ¿cuántas veces nos hemos parado a preguntarnos: dónde estoy, a dónde voy, y desde qué lugar me estoy tratando? La muerte del Papa Francisco, símbolo de ternura y coraje, me hizo reflexionar sobre su insistencia en lo esencial: la pausa, el silencio, el cuidado. No solo hacia el prójimo, sino hacia uno mismo. Y qué difícil nos resulta a veces cuidar de nosotras. Nos juzgamos más duro de lo que el mundo se atrevería. Nos negamos descanso, autoescucha, ternura. Cuando abrazamos metas grandes, a menudo se nos llama frías. Enfocadas. Inaccesibles. Como si el liderazgo femenino tuviera que pasar por el tamiz de la dulzura para ser aceptado. Pero el verdadero acto de dulzura empieza por dejar de justificar nuestra voz, nuestras decisiones, nuestra ambición.

Hoy quiero hablarle a esa mujer que se siente culpable por elegir crecer. A esa que se pregunta si su deseo de impactar el mundo la aleja de ser ‘buena’. A esa que pospone su proyecto personal por cuidar de todos menos de ella. A la que parece fuerte pero solo quiere permiso para descansar. No estás sola. Y sobre todo, no estás equivocada. Las batallas internas también son feminismo. Decidir no cumplir expectativas heredadas. Permitirnos desear con fuerza. Saber decir ‘no puedo hoy’ sin sentirnos fallidas. Pedir ayuda. Cambiar de rumbo. Equivocarnos. Ser ambiciosas sin pedir perdón. Tener una familia. No tenerla. Llorar en medio de una reunión. Detenernos cuando la vida nos grita en silencio. La implicación real no es solo hacia afuera. Es hacia adentro. Es dejar de ser tan duras con nosotras.

Porque el abrazo más grande que podemos dar es el que nos damos a solas, cuando nos reconocemos con honestidad. Cuando cuidamos la relación con nosotras como cuidaríamos a alguien que amamos profundamente. No hay mayor liderazgo que el de una mujer que se abraza a sí misma. Que se incluye en su ecuación de vida. Que honra el legado de las que vinieron antes, pero también se permite ser distinta. Que no tiene miedo a las contradicciones. Que aprende a reconciliar su ternura con su ambición. Somos misioneras del futuro, como decía el Papa, pero también tenemos la misión de no olvidarnos de nosotras en el camino.

Solo desde ahí podremos enseñar a otras a cuidarse sin culpa. A abrazarse con cuidado. A parar cuando el cuerpo y el alma lo piden. Porque no se trata de tenerlo todo, sino de tratarnos bien mientras lo intentamos. Incluirnos. También eso es revolución. También eso es liderazgo. Porque como dijo el Papa Francisco: «No olvidéis nunca que el peor enemigo de la ternura es la prisa».

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