Opinión Baruc Corazón

Las dinámicas invisibles del cambio

Foto: Pavel Danilyuk/Pexels

La moda es un sistema simbólico complejo. A menudo se la reduce a superficie, pero es en realidad un lenguaje profundo donde se negocia –de forma silenciosa pero visible– lo que una época acepta, lo que niega y lo que aún no puede nombrar. Como hemos visto en los artículos anteriores, funciona como sismógrafo del inconsciente colectivo, anticipando tensiones, amplificándolas y, en ocasiones, canalizándolas.

Vivimos tiempos de transformación radical. La revolución de la conciencia ha traído consigo una nueva sensibilidad colectiva: inclusión, sostenibilidad, bienestar, diversidad, cooperación… Valores que, en apenas dos décadas, han pasado de ser alternativos a convertirse en norma. Como si las células imaginativas de las que hablábamos –esas minorías pioneras del cambio– hubieran logrado reorganizar el cuerpo social.

Pero toda transformación trae consigo su sombra. Y el péndulo, fiel a su naturaleza, comienza a oscilar hacia el otro extremo. Lo vemos en la política, en la cultura, en la economía. Y, por supuesto, en la moda.

El regreso de los códigos clásicos –la sastrería, la corbata, el mocasín– no es casual. Puede leerse como nostalgia, ironía o reafirmación. Pero también como síntoma: lo que fue símbolo de poder se reactiva como estrategia ante la incertidumbre. En un mundo saturado de discursos progresistas, la estética conservadora se vuelve, paradójicamente, contracultural. Y lo que en redes se ridiculiza como “woke” no es solo una reacción política: es también un rechazo estético a lo que ya se percibe como ortodoxia.

La moda metaboliza ese conflicto de manera irónica. El chaleco vuelve, pero en versión oversize. La camisa blanca reaparece, pero con volumen dramático. Se juega con la máscara del orden, pero sin obedecer sus reglas. Lo clásico se subvierte en clave pop. Lo autoritario se prueba, pero como disfraz.

Mediante la ironía, la moda frivoliza todo lo que toca. Pero hace falta mucha más perspectiva para frivolizar lo que sucede en la arena política, social y cultural: quizás desde la distancia de una nave espacial podría resultar gracioso el desbarajuste que genera la política de Trump, cuyas decisiones se anuncian en primicia a través de su red social (antes que al Congreso o a los propios involucrados); que gestiona las guerras en chats grupales con invitados sorpresa; que convierte en reality show la diplomacia internacional, a base de insultos, desplantes y fake news.

Un gobierno que ofrece el anillo del poder a una corte de multimillonarios en fila, como si la Casa Blanca fuese un parque temático donde los grandes inversores obtienen acceso prioritario a cambio de su fidelidad al nuevo negocio familiar: una moneda digital, una licencia, una narrativa. Todo parece una producción de Netflix, no muy distinta a Don’t Look Up, donde la sátira es indistinguible de la realidad.

Desde esa altura —la de la ironía cósmica— podríamos pensar que las dinámicas de la moda y las de la política comparten un mismo patrón: tendencia, reacción, exageración, reciclaje. Y sí: las dinámicas son parecidas, pero no sus consecuencias.

Porque mientras la moda puede permitirse jugar con los símbolos, invertirlos y recombinarlos sin consecuencias inmediatas, en la política, esas mismas dinámicas moldean vidas, derechos, fronteras. Lo que en pasarela es performance, en sociedad es estructura. Lo que en moda se resignifica, en política se impone.

Por eso urge desarrollar una mirada crítica sobre estos símbolos cuando se institucionalizan. Porque también el lenguaje de la transformación puede cristalizarse en dogma. Y es ahí donde se abre la pregunta clave del próximo artículo:

¿Qué ocurre cuando el discurso del cambio —como el de la sostenibilidad, el propósito o la conciencia— se convierte en un nuevo sistema de control simbólico?

¿Podría ser que, sin darnos cuenta, estemos repitiendo el ciclo que queríamos superar?