Todos hemos tenido un primer día en la oficina al menos una vez en la vida. Un día en el que por norma no se duerme demasiado, te levantas temprano, desayunas bien mientras eliges cuál va a ser tu primera indumentaria, te pones una canción motivadora en spotify, sales de casa, te pones una lista motivadora en spotify, analizas en el bus o en el metro (o en el taxi, no nos engañemos) cuál es la mejor combinación para ir cada día al nuevo trabajo, llegas demasiado pronto, te tomas un café en el bar que no sabes si será tu nuevo lugar de desayuno a partir de ahora o no, dejas propina al camarero que no sabes si será tu confidente mañanero a partir de ahora o no, entras y le explicas a la chica de recepción quién eres y que a partir de hoy vas a venir todos los días, te subes en el ascensor con gente a la que no conoces y cuando llegas al piso correspondiente, se enciende la lucecita con el número, suena un timbre, se abre la puerta, segundos fuera y todo comienza.
Esta vez no fue así. No hubo metro, ni taxi, ni café con camarero nuevo, ni ascensor con desconocidos que te suenan. No hubo timbre, no hubo puerta que se abría al nuevo mundo, ni esa sensación de primera vez a la espera de que alguien te salude, te dé la bienvenida y te presente a tu equipo. No hubo recorrido por las oficinas, ni nueva mesa, ni nueva silla, ni nuevo despacho. Y, aunque tal vez no hubiera sido así como me había imaginado mi primer día como director creativo en Wunderman Thompson, la agencia con la que venía soñando los últimos meses y heredera de la marca que he admirado toda mi vida, fue un primer día muy primer día.
Porque sí hubo compañeros nuevos que se me iban presentando a cada minuto que pasaba. Porque también hubo trucos mnemotécnicos para intentar ayudar a mi buena memoria a asociar rápidamente caras y despachos caseros a cada nombre y cargo. También hubo café con el equipo, aunque el café me lo hiciera yo en mi querida macchinetta italiana, y nervios y risas y no saber en qué minuto sería la primera reunión, entraría el primer briefing y comenzaría el nuevo reto. Sí hubo la hora de dar un paseo para desconectar y asimilar todo, aunque lo hiciera por mi jardín acompañado de Pancha y Batman, y una pausa para la comida y comentar primeras impresiones aunque fuera con Valeria, mi señora y compañera de todo. Hubo el vértigo del primer proyecto y el sempiterno “aprovecha hoy y vete temprano que cuando empiece la caña te vas a acordar de un día tan tranquilo.” ¿Pero dónde iba a ir si hasta las 20:00h no se podía salir a la calle? Hubo todo lo que esperaba, pero en versión domiciliaria.
Empezar un proyecto que te ilusiona y que te motiva nunca se olvida, se queda en el álbum de fotos ese que dicen que te ponen cuando te vas a morir y recuerdas tu vida, se hace grande y mítico con los años, lo unes al principio de algo como si fuera el primer minuto de la primera temporada de una serie con grandes guionistas y con un elenco incomparable que va apareciendo todos en el primer capítulo. Como si el tiempo se detuviera y fueras tú el que le das al play cuando te dé la gana. Como si también fueras director de cada momento. Como si te metieras en otro mundo sin salir del despacho que te has montado con tanto cariño en tu propia casa.