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Opinión Salvador Sostres

La muerte de lo desconectado

Dos policías dirigen el tráfico con linternas en Granada durante el apagón que ha afectado a toda España el 28 de abril de 2025. (Foto: Fermín Rodríguez/NurPhoto vía Getty Images)

La estampa fue inmediata, se apagó la luz y los teléfonos y la gente se echó a la calle. Gente en el peor sentido de la palabra. Gente. Mucha gente. Masa. Los camareros y las dependientas. Todos fumando y propagando conspiraciones y melodramas. Todos haciéndose como los preocupados por las consecuencias para sus vidas de un ciberataque y en la misma frase deseos de que el patrón o el encargado bajara la persiana y les mandara a casa. El catastrofismo como una moda pero de fondo y como siempre el oscuro furor por el no-trabajo.

Los parques llenos, los parterres devastados. Oficinistas sur l’herbe, más que impresionistas, impresionantes. Muy mal presentados, tirados por los bancos y los jardines sin ningún respeto. Cuando los comercios cierran, la barbarie avanza. Las comidas, ni frías ni calientes. Todo “del tiempo”, como en la selva. Como los animales.

Durante las horas en que se hizo oscuro nos fue servido un muy detallado menú degustación del tercer mundo. La muerte a cucharadas, primero una y luego la siguiente. Es el caos de lo desconectado. Las amenazas, el miedo, no saber dónde están tus hijos, no poder hablar con ellos. Los que dicen que necesitan “desconectar”, los que creen que la tecnología les ha vuelto inhumanos. Los fanáticos de lo “natural”. Los que creen que es más “auténtico” leer si el libro es un objeto. La parafilia de lo ecológico, de lo artesanal, de la no intervención humana. En pocas horas de apagón conocimos el alcance del drama.

Apologetas de la antiglobalización atrapados en el metro o apeados del avión. Un mundo sin tecnología regresa a la tribu, a la cueva. Tam-tam del brujo prendiendo hogueras. Ciervo a la piedra, cazado con flechas. Antorchas para ver de noche, hasta que ya no quede nada que ver, hasta que nada sea interesante y no haya diferencia entre estar vivo o estar durmiendo. El decrecimiento es un final de trayecto. Lo rural, las vacilantes expresiones bovinas. Sin electricidad somos ganado. Desconectados somos más fáciles de matar. Hay algo mucho peor que las estafas cibernéticas y es lo vulnerables al desespero y al engaño que nos vuelve la soledad. Tanta preocupación por la protección de nuestros datos –y esa petulancia de creer que a alguien pueden interesarles– y lo desnudos que nos quedamos cuando la red cae. Ser “como antes” es una forma de no-ser. No existe la Civilización desconectada. Y ese revanchismo del servicio -todo desastre lleva inherente su resentimiento social- que no disimulaba la euforia de no poder ir con la excusa irrefutable de que el metro no funcionaba.

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