Vivimos infancias en las que conocimos el mundo a través de los cuentos. Viajábamos dando vueltas a un globo terráqueo de plástico azul cerrando los ojos para ver a qué mágico destino nos llevarían nuestros sueños e, incluso, dibujamos historias sobre países inventados y caídas libres al centro de la Tierra. Somos aquellos niños que jugaban con palos, piedras y tabas, que pintaban rayuelas con tiza en el suelo, saltaban a la comba y se dejaron las espaldas al lanzarse unos sobre otros en el peligroso juego de «El burro». Esos que bailaban «Al Jardín de la Alegría», que criaron gusanos de seda y que hacían carreras con caracoles. Los mismos que construían grandes castillos de arena, rescataban cangrejos en cubos de colores y daban vida a espectáculos de variedades con los amigos de sus padres como público.
Nos educaron para razonar, nos respondían con nuevas preguntas y nos provocaron para dominar el pensamiento crítico y reflexivo. Teníamos amigos de todo tipo, pero respetábamos sus diferencias, sin acritud ni buenismo.
Pero nosotros, los de entonces, como decía Neruda, ya no somos los mismos. Hoy derrochamos nuestro tiempo pasando el dedo por una pantalla en la que bucear sobre vídeos estúpidos y contenidos baldíos, sin permitirnos cultivar el noble arte de aburrirnos para crear, el necesario reducto de dedicar una hora al día a no hacer absolutamente nada.
Los jóvenes que nos habitaron alquilaban películas en el videoclub o en la biblioteca e iban al cine en pandilla con un mágico ritual de respeto. Recuerdo ver en silencio con mis amigas ‘El Halcón Maltés’ y palidecer escuchando a Humphrey Bogart afirmar que este ave estaba hecha “del mismo material con el que se forjan los sueños”. Para nosotras la cultura era el alimento de nuestras almas y respetábamos a quienes nos la procuraban, como los orfebres de esa particular escultura en blanco y negro.
En el colegio y en el instituto estudiábamos latín, griego y cultura clásica y nos afinaban el temperamento hablándonos de las musas griegas, para que las llamásemos cada vez que precisásemos de su inspiración. Según los antiguos, su concepción filosófica bebía de la primacía de la música en el universo, y yo, que canté como segunda voz en un grupo de rock de mi pueblo, intentaba convencerlas para que me visitasen y componer así algo a la altura de mis compañeros de banda. Lo cierto es que me esquivaron, como en la canción de Serrat, aunque he de reconocer que al menos juntas compartimos momentos deliciosos.
Un día le pregunté a doña Charo, mi profesora de lenguas muertas (qué oscura denominación, si lo pensamos), por qué aquellas que presidían el pensamiento en todas sus formas eran mujeres, si su leyenda nació hace millones de años, cuando se nos consideraba seres inferiores. Si provocaban la mayor elocuencia, persuasión, sabiduría, poesía, historia, matemáticas o astronomía, ¿eran, por lo tanto, maestras en todas esas disciplinas? La respuesta me dolió a medias. “Como presumes, no se les atribuye la erudición en esas disciplinas, sino ser solo fuente inspiración a quienes visitaban”, me respondió aquella docente con una media sonrisa, “eso sí, querida alumna, Zeus no les impidió nunca bendecir con sus dones a otras féminas”.
Barruntaba esta colección de palabras sentada en una mullida butaca del centenario teatro Can Ventosa de Ibiza, cuando subió al escenario la directora del Festival de Cine de Ibiza, Ibicine, Helher Escribano. Apareció como Talía, la musa romana de la comedia, o más bien como Melpómene, la musa de la tragedia, porque para crear un festival de cine de la nada hace falta tener mucho sentido del humor y una gran capacidad de resiliencia.

Vestía un diseño confeccionado por Ivanna Mestres en color turquesa, con el que se asemejaba a una aparición de otro tiempo. La octava edición de Ibicine, dedicada al Imperio Romano, con claras alusiones a uno de los clásicos de todos los tiempos, «Gladiator», sirvió para que la cineasta recordase con qué esfuerzo y determinación ha logrado convertir esta cita en una de las más importantes de España.
Allí vi a doña Charo sonreírme desde bambalinas, a doña Emilia, quien me aprobó literatura por creativa y no por estudiosa, guiñarme un ojo entre luces y cámaras, y a la madre Leonor recordándome que hay manos mágicas capaces de escribir poesía y otras que solo saben saludar con ellas. En la escenografía se batieron en duelo de forma alegórica, y junto al foco que iluminaba a Helher, Don Curro, quien me puso un cero en una redacción por presumir que la había copiado, y Doña Tere, a quien tenía tanto miedo que no era capaz de colocar los ríos en los mapas. Aparté los recuerdos de aquellos días y escuché a Escribano recordar que “el talento y la pasión pueden con todo”. Como por arte de magia, los fantasmas de mi pasado se esfumaron y mis sonrisas se centraron en replicar las de Cecilia Suárez, Javier Gutiérrez y Carmen Vidal recibiendo emocionados los Premios Astarté de Honor Internacional, Nacional y Balear, respectivamente. Mi amiga Kira Miró,madrina de esta edición, protagonizó uno de los momentos más aplaudidos de la gala y su pareja, el también actor Salva Reina, me premió lanzándome con un guiño un delicado puñado de confeti.
Como en «El Halcón Maltés» la cultura fue reivindicada por Javier Gutiérrez como ese tesoro único, de un valor incalculable, y codiciado por muchos. “Espacios como Ibicine son necesarios porque son reductos de reflexión, de debate y de ideas”, aseguró blandiendo su Astarté mientras la niña que viajó a través de la gran pantalla, de bolas del mundo y de novelas de segunda y tercera mano, veía a un ave de oro ascender a los cielos.