Escribo desde una Formentera que despierta fresca y un silencio que abraza. La vida transcurre sin tanta prisa, y llegar implica un ritual: un barco hasta el puerto de La Savina. No hay aeropuerto en esta isla, aunque los hidroaviones siempre han asomado. Repasando la hemeroteca de mi querido Diario de Ibiza, constato lo recurrente de los intentos de hidroaviación de pasajeros y las negativas de las autoridades locales. Y pienso en ello porque, hace apenas dos días, estaba en Bahamas y Miami, donde los hidroaviones no son novedad, sino parte del paisaje.
Ese viaje me llevó por cuatro aeropuertos en 48 horas: Miami, Lisboa, Barcelona e Ibiza. Cuatro terminales distintas, un solo denominador común: estaban a reventar. Y eso que las vacaciones de Pascua aún no habían arrancado.

Semana Santa 2025 será un torbellino. Como viajero frecuente, me impresiona la energía de los aeropuertos; como observador, me inquieta una pregunta que no me suelta: si hoy estamos al límite, ¿cómo manejaremos un futuro donde volemos un 10%, un 20% más en la próxima década?
Los números dibujan un panorama crudo. Barcelona espera 1.2 millones de pasajeros cruzando El Prat esta semana, un desfile de maletas, turistas y también muchos abrazos de reencuentro. Miami, con 200.000 viajeros diarios, opera constantemente al 95% de su capacidad, rozando el colapso. Lisboa, desbordada, supera el 110% de sus niveles prepandemia. Hasta Ibiza, con sus 8.3 millones de pasajeros al año, se convierte en un rompecabezas logístico bajo un sol que, estos días, se esconde tras las nubes.
No es solo una fiebre de Pascua. La IATA prevé un crecimiento del 8% en el tráfico aéreo global este año, tras un 2024 que ya rompió la barrera de los 4 mil millones de pasajeros mundiales. Barcelona cerró el año con 55 millones; Miami, con 55.8; Lisboa creció un 7.9% respecto a 2019. La ACI, que reúne a los principales aeropuertos, lanza un aviso más potente: para 2035, podríamos rozar los 7.4 mil millones de pasajeros aéreos globales, casi el doble que hace una década. Lo que hoy llamamos caos no es un tropiezo; es un ensayo del mañana.
Tras ver cuatro aeropuertos casi exhaustos en dos días, lo tengo claro: no solo están llenos, sino que claman por un cambio profundo.
Creer que basta con más cemento es engañarnos. Nuevas terminales o ampliaciones suenan bien, pero cojean ante la realidad. Miami, por ejemplo, inyectará 750 millones de dólares en un nuevo Concourse K y 350 millones más en un hotel que quiere ser emblema. Aunque sus cuellos de botella —slots, seguridad, handling— siguen ahí, imperturbables. Barcelona, bajo el timón de Aena, planea optimizar sus terminales T1 y T2, pero con un 90% de ocupación en horas pico, ya no hay respiro ni en días tranquilos.
Lisboa, mientras tanto, ha dado un paso valiente: tras muchos años dando vueltas, finalmente luz verde a un nuevo aeropuerto. Estará en Alcochete, a 40 kilómetros de la capital, que estaría listo en 2037. Pero 12 años es una eternidad cuando las colas de hoy ya desesperan en un aeropuerto engullido por la ciudad. En Ibiza, el problema es aún más visceral: no hay espacio. Su pista y sus slots son un Tetris que no admite más piezas. Ampliar no basta; es como darle aspirinas a un enfermo que necesita cirugía. El diagnóstico es claro: el sistema, tal como está, vive en tensión permanente.
Hay remedio (si nos atrevemos)
Entonces, ¿dónde está la salida? Creo que hay caminos, aunque exigen audacia y visión. La tecnología puede ser una aliada poderosa. En Singapur, el aeropuerto de Changi usa inteligencia artificial para anticipar flujos de pasajeros y disolver colas antes de que nazcan. ¿Por qué no replicarlo? En Barcelona, podrían probar sistemas que guíen a los viajeros en tiempo real, como ya experimentan algunas terminales en fase beta. Pero la clave no es solo tecnología; es colaboración. Ámsterdam obliga a las aerolíneas a optimizar slots para evitar colapsos; no es perfecto, pero es un paso. Habría que imaginar un pacto global donde aeropuertos, aerolíneas y autoridades sincronicen datos y decisiones en tiempo real. Suena ambicioso, pero es posible.

Luego está lo humano. Los aeropuertos no pueden ser fábricas de pasajeros; deben ser puertas a la aventura. Incheon, en Seúl, tiene jardines y conciertos que calman el alma. Doha transforma sus pasillos en galerías de arte. ¿Y si Barcelona tuviera un rincón donde el aeropuerto no fuese ‘tan aeropuerto’? ¿Y si Ibiza ofreciera una terraza con vistas a las salinas para despedirse de verdad de la isla? La experiencia del pasajero no es un capricho; es un antídoto contra el estrés que hoy manda.
Es hora de una mentalidad nueva. Una que vea a los aeropuertos como algo más que nodos logísticos: como el primer capítulo de un viaje. Porque volar no es solo despegar y aterrizar; es sentir, incluso en la cola más larga, que la aventura ya ha comenzado. Y si logramos eso, quizá el caos de hoy sea el prólogo de un mañana donde volar vuelva a ser, simplemente, maravilloso.