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Opinión Salvador Sostres

Lluís Llach explicado a los empresarios

Es muy difícil saber hacer algo tan bien hecho como lo hacía el señor Llach, es muy difícil conseguir un grado tan elevado de aceptación en el mercado.

Lluís Llach tuvo que ampliar de 4 a 5 sus conciertos de despedida en Madrid, en noviembre de 2006. Durante muchos años fue un cantante muy querido en la capital, llenaba teatros como el María Guerrero o el Albéniz durante una semana cada vez que iba a presentar un nuevo espectáculo. El señor Llach tenía mucho interés en quedar bien en la ciudad y acudía siempre en su mejor versión y recursos. Era una bonita relación porque la verdad es que también Madrid lo recibía con gran afecto y el público cantaba sus canciones aunque no supiera hablar en catalán.

Llach fue siempre un artista muy profesional, muy cuidadoso. Se tomaba muy en serio los detalles de su trabajo: los discos tenían siempre producciones cristalinas y los conciertos eran técnicamente perfectos. No confiaba sólo en su talento: realizaba su oficio con gran esmero y respeto a sus clientes. Esto le daba la medida de la realidad y de la mesura: fue siempre fiel a su modo de pensar pero también respetuoso con los demás. Fue siempre tozudo pero nunca fue sectrio. Tal como la censura franquista -que rechazaba- le hizo creativo en sus letras, el capitalismo y la lógica del mercado -que despreciaba- le hicieron un adulto competente, aseado y sensato.

Cuando dejó su oficio, el que sabía hacer, perdió el contacto con la realidad que da el mercado. Un hijo de la duquesa de Alba -no recuerdo cuál- explicó que durante sus años de extravío y sustancias, le ayudó mucho a no perderse del todo la obligación que se autoimpuso de ir cada mañana, por esdrújula que hubiera sido la noche anterior, a cuidar de sus caballos.

El señor Llach no era independentista cuando cantaba. Era de izquierdas, muy de izquierdas. También era lo que podríamos llamar un nacionalista cultural y de ahí que cantara siempre en catalán. Pero sólo se volvió independentista cuando dejó de trabajar, lo que es en sí mismo toda una metáfora. Aun suponiendo que hubiera sido un independentista de toda la vida, el servicio que durante el procés habría prestado a la causa cantando hubiera sido mucho más interesante que el que prestó como político.

La honestidad y las buenas maneras surgen de los hombres que saben hacer bien su oficio. Cuando el señor Llach dejó de ir a cuidar de sus caballos cada mañana se convirtió en un personaje histriónico, incapaz de ser embajador de nada fuera de su lugar. Es un gran patrimonio para un catalanista llenar los teatros de Madrid, un patrimonio al que Lluís Llach renunció con el conocido resultado. El señor Llach dejó de ser un cantante ganador para ser un partisano perdedor. Nadie tuvo que derrotarlo: perdió él sólo el día que dejó de hacer lo que sabía hacer y quiso hacer lo que no sabía hacer, dejando huérfanos a muchos y no beneficiando a nadie.

La tentación de reinventarse es siempre destructiva. Es muy difícil saber hacer algo tan bien hecho como lo hacía el señor Llach, es muy difícil conseguir un grado tan elevado de aceptación en el mercado. No es del todo infrecuente que sobre todo los hombres, cuando llegamos a una edad, sintamos una extraña llamada o tam-tam que nos lleve a precipitarnos.

Contra este tam-tam hemos de levantar nuestra fortaleza. Es fácil reírse de los que se han despeñado pero es todavía mejor recordar que no estamos totalmente inmunizados ante la enfermedad reinventora. Hay que extremar la prudencia, hay que mirar, más que con burla, con miedo, el daño que tantos como Lluís Llach se han hecho. Y perseverar en nuestro oficio, en nuestra profesionalidad y en nuestro esmero como mejor y único antídoto a los impulsos devastadores que tan deprimentes desenlaces auguran.

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