No, la tercera temporada de The White Lotus no cuaja. Podría despotricar en X como un tuitero más, aunque tengo este rincón semanal en Forbes para hablar de aviación que es mi pasión, mi terreno, y voy a aprovecharlo. Sí, les confieso que la serie de Mike White me tiene a medio gas: tras el exotismo afilado de Hawái y la sensualidad siciliana de las dos primeras temporadas, Tailandia prometía un nuevo banquete de intriga y lujo en la tercera.
Tras cinco capítulos, el guion hace aguas, la trama se arrastra y no pasa nada digno de su legado. Sin embargo (y aquí viene el giro que me trae hoy), hay un destello en este fiasco tropical que no puedo ignorar: el aeropuerto de Koh Samui, coprotagonista silencioso de la temporada, un escenario tan bello que, hasta White, con sus altibajos, lo retrata poquito, aunque con justicia.
Grabada en gran parte en la isla de Koh Samui y en el opulento Four Seasons local, la serie nos lleva a este aeropuerto singular, un capricho estético de edificios abiertos y tejados de palma, donde Rick, uno de los personajes de este coral algo descafeinado, planea volar a Bangkok en busca de respuestas y una probable venganza.
Es aquí donde The White Lotus y mi obsesión aeronáutica se cruzan bajo un nombre: Bangkok Airways, una rareza global que no solo surca los cielos con sus aviones, sino que también diseña, construye y posee sus propios aeropuertos.
Mientras la serie tropieza en su intento de recuperar la mordiente, esta aerolínea boutique brilla como un ejemplo de audacia y estilo en un mundo de gigantes aéreos sin mucha alma.
Un imperio aéreo cosido a mano
Todo empezó en 1968 como Sahakol Air, un modesto servicio de aerotaxis que Prasert Prasarttong-Osoth, médico y piloto, soñó al ver aviones militares en la Guerra de Vietnam. De curar cuerpos a surcar cielos, su visión tomó forma con un pequeño avión de 9 plazas. En 1986, ya como Bangkok Airways, se convirtió en la primera privada en programar vuelos domésticos en Tailandia, y en 1989 dio el golpe maestro: construyó su propio aeropuerto en Koh Samui, un oasis que transformó un refugio de mochileros en un destino de lujo.
Hoy, su flota de unos 40 aviones Airbus A319, A320 y turbohélices ATR72 es respetable. Sin embargo, lo que la distingue, lo que la convierte en unicornio aéreo, es su apuesta por construir sus propios aeropuertos, un lujo que trasciende el negocio y roza el arte.

El primero llegó en 1989: Koh Samui, que es como un retiro zen de jardines exuberantes, tejados de palma y carritos de golf zumbando entre pasajeros. Realizar la facturación aquí es casi un placer, un suspiro de calma antes del rugido de los motores. Le siguieron el de Sukhothai en 1996, al norte del país, con ecos históricos, y Trat en 2003, pequeño y encantador, abriendo las puertas a Koh Chang.
En un mundo donde las aerolíneas son eternas inquilinas de aeropuertos estatales o consorcios sin rostro, Bangkok Airways es soberana de su destino, una operadora casi artesana que teje sus propios cielos con una mezcla de audacia y estética. Creo que no exagero. Volé con ella dos veces y esos vuelos me marcaron.
Esta rareza no es un capricho vacío. Poseer aeropuertos le otorga un control casi feudal sobre rutas clave en Tailandia, especialmente en Koh Samui, un imán turístico que la aerolínea domina con vuelos diarios desde Bangkok, Phuket, Chiang Mai y más allá.
Según Puttipong Prasarttong-Osoth, presidente de la compañía, el tráfico en Samui creció entre un 10% y un 20% en 2024, superando los 2.7 millones de pasajeros del año previo (en 2019, pre-pandemia, movió casi 950 millones de dólares en ingresos, un motor del turismo que es el 20% del PIB tailandés). Un empujón que ahora el ‘efecto White Lotus’, pese a sus fallos, ha amplificado.

Ahora, con planes para incorporar 30 nuevos aviones a partir de finales de este año 2025, renovando veteranos y sumando nuevos, con un ojo en los eficientes Airbus A220 o Embraer E2 para 2028, y una inversión de 1.5 mil millones de baht (unos 45 millones de dólares) en la renovación del aeropuerto de Samui, Bangkok Airways se prepara para un despegue que la serie de HBO, lo siento, no logra igualar. Los hoteles de la isla ya lo notan: reservas al alza, un boom que contrasta con la tibieza de la pantalla de Netflix.
Una especie en extinción
Que una aerolínea tenga aeropuertos propios es como encontrar un diamante en un mar de asfalto. Históricamente, titanes como Pan Am o TWA soñaron con esa grandeza, pero nunca llegaron tan lejos. Hoy, solo un puñado lo hace. En Estados Unidos, Allegiant Air juega en esa liga con pequeños ejemplos como el aeropuerto de Sanford, Florida, aunque su modelo low-cost carece del encanto boutique de Bangkok Airways. Sería como comparar un utilitario frente a un Rolls-Royce.
No es la única: Aeroméxico coqueteó con Acapulco y hay pistas privadas en África, aunque la escala y el estilo de las tres joyas de Bangkok Airways la hacen casi un unicornio. En Europa, la extinta Air Berlin intentó algo similar antes de estrellarse en 2017, dejando huérfanos a hubs como Palma.
Bangkok Airways no solo vuela; escribe su guion, construye sus escenarios y mima a sus pasajeros con detalles que evocan la edad dorada de la aviación: lounges gratis para todos, un servicio cálido y esos pad thai de camarones servidos en vuelos de 45 minutos que saben a gloria tailandesa, algo que le valió ser ‘Mejor Aerolínea Regional del Mundo’ segun Skytrax en 2021 y 2022.

Koh Samui es la joya de su corona, un aeropuerto que desafía las reglas grises de la industria. No hay torres de control mastodónticas ni frías pasarelas de embarque. Aterrizar aquí es un espectáculo de palmeras mecidas por la brisa marina, un susurro tropical que te envuelve en cuanto las ruedas tocan tierra. Para muchos, es uno de los aeropuertos más bellos del mundo, título que Bangkok Airways luce con orgullo, como los muchos premios que ha recibido como operador aéreo y de aeropuertos, mientras otras compañías pelean por slots en hubs saturados como Heathrow o JFK. Es un lujo silencioso, una rareza que no grita, pero seduce.

The White Lotus: Un gancho que no vuela alto
Y aquí vuelvo a The White Lotus. La tercera temporada prometía un thriller tropical con Koh Samui como telón de fondo, y aunque el aeropuerto, paisajes y hoteles brillan en pantalla, la historia no despega. Donde debería haber sátira afilada sobre el lujo y la decadencia, hay monjes, wellness y traiciones que se quedan en tibio. Es una decepción que duele más por el escenario que retrata: un lugar tan vibrante merecía un guion a su altura. Rick volando a Bangkok en busca de venganza suena a chispa, pero cinco capítulos después, sigo esperando que prenda.
Bangkok Airways, en cambio, no necesita un guion de HBO para brillar. Es una historia real de visión y estilo, una aerolínea que no solo te lleva al paraíso, sino que lo construye. Sus aviones no cruzan océanos, sus rutas no son globales, pero su apuesta, controlar el cielo y la tierra, es un lujo boutique que eclipsa, aunque aprovechará el tirón de la serie de Mike White.
