En todos los ámbitos humanos hay precursores, mentes aventajadas que consiguen anticiparse a los tiempos y desbrozar, a partir de su ejemplo y creatividad, innovadores senderos de negocio por los que nadie había osado transitar antes.
El británico Josiah Wedgwood (1730-1795) ha pasado a los libros de historia como el hombre que supo industrializar el negocio de la alfarería, transformando este oficio antiquísimo y tradicional en una actividad lucrativa, moderna y vinculada al mundo del lujo.
A lo largo del siglo XVIII, Wedgwood iría experimentando con técnicas y diseños revolucionarios, introduciendo en el mercado de la porcelana vidriados y arcillas desconocidas en aquel tiempo. También fue el impulsor de la primera fábrica de cerámica de Inglaterra y un verdadero visionario en técnicas de márketing e imagen de marca.
Nacido en el seno de una familia de alfareros, muy pronto llegó a dominar el oficio. Sin embargo, a los 14 años, una varicela mal curada le provocó un dolor crónico en las rodillas, lo que le obligó a abandonar el torno.
A pesar de ser apenas un adolescente, desviaría entonces su atención hacia la experimentación y la innovación en la elaboración de nuevas arcillas (la materia prima del alfarero) y distintos métodos de acabados.
Su primer gran éxito le llegó casi de casualidad, tras elaborar un vidriado de color crema pálido que lucía un aspecto muy elegante y refinado. Quiso el azar que, por una serie de coincidencias, la duquesa alemana Carlota de Mecklemburgo-Strelitz, reina consorte del monarca británico Jorge III, se fijara en esta nueva cerámica y adquiriese un lote completo para su palacio.
Adelantándose varios siglos a las técnicas de márketing moderno, Wegdwood bautizó a esta variedad fabricada por él mismo como ‘loza de la Reina’ y comenzó a anunciarse, sin modestia alguna, bajo el título de ‘Alfarero de Su Majestad’ (lo que hizo atraerse fama y popularidad, además de incrementar sus ventas espectacularmente).
Desde un punto de vista técnico, Wegdwood introdujo en el mercado europeo la porcelana de basalto negro y la cerámica de jaspe (con sus inconfundibles colores blanco y azul), piezas de coleccionismo que, hoy en día, pueden alcanzar precios desorbitados en las subastas de Sotheby’s o Christie’s.
Sin embargo, lo realmente interesante son las pioneras técnicas de mercadotecnia con las que Wegdwood dominó el arte de la venta, tanto dentro de Inglaterra como en el exterior, orientando su oferta comercial hacia un público de clase alta que demandaba objetos cada vez más caros y sofisticados.
Abrió un salón de exposición en Londres (una especie de ‘showroom’ de la época), una de las ciudades con mayor concentración de personas acaudaladas de toda Europa. Elaboraba catálogos y hojas de pedido preimpresas, por lo que no hacía falta visitar sus tiendas para conocer las novedades (lo más parecido al actual comercio ‘online’ en aquel momento); y además entrenaba a sus vendedores para inocular en sus clientes la idea de que lucir cerámica Wegdwood en los salones era un símbolo de estatus social.
Por encima de todo, hizo de su nombre una marca y, como tal, se aseguró de que su rúbrica (una especie de moderno logo) estuviera impreso en todos sus artículos de cerámica y porcelana, un certificado de garantía que avalaba su procedencia y calidad.
Se cuentan muchas historias sobre sus visitas sorpresa a los talleres donde, con un rudo bastón en la mano, rompía en añicos las vasijas que no cumplían los cánones de máxima calidad al grito de: “¡Esto no es un Wegdwood!” (en el fondo, un precedente de los actuales controles de calidad).
El simple hecho de que una pieza de cerámica llevara su firma imprimía a ese objeto un plus inefable, por encima de su utilidad o mérito estético. “Cenar con una vajilla Wegdwood es un signo de categoría y distinción”, solía repetir, con un enfoque sumamente actual. Muchas familias de clase media que se enriquecían de forma repentina adquirían artículos Wegdwood como símbolo de su nueva posición social.
A principios de 1770, la depresión económica golpeó con fuerza al Reino Unido, afectando a la demanda de productos de alta calidad. De golpe, las existencias –sin salida– se amontonaron en los almacenes y muchos alfareros se vieron obligados a tirar los precios.
Para combatir la crisis, Wedgwood comenzó a exigir una contabilidad diaria de costes, tanto de la fuerza del trabajo como de los materiales, así como un cálculo de los gastos indirectos. De este modo, detectó qué artículos de su porfolio generaban más gastos que otros y, para compensarlo, aumentó los precios solo allí donde no afectaba a las ventas (justo lo contrario que su competencia).
¿Y esto cómo lo hizo? Según explican los manuales de economía, las técnicas revolucionarias de Wedgwood “medían las potenciales economías de escala y reducían los costes unitarios con la ampliación del volumen de producción, logrando fijar unos precios acordes a la demanda”. Lo único cierto es que su empresa sobrevivió a la crisis.
220 años después de su muerte, acaecida en 1795, las vajillas y porcelanas Wedgwood siguen siendo consideradas como auténticas piezas de museo (de hecho, muchas de ellas se exhiben al público en las mejores colecciones del mundo).
Como curiosidad final, señalar otras dos marcas europeas que compiten con ella en lujo, prestigio y distinción: la danesa Flora Danica (autores del legendario juego de mesa de los príncipes de Dinamarca, el denominado ‘Rolls Royce de las vajillas’) y la compañía húngara Herend.