Opinión Andrés Rodríguez

El cuerpo, nuestra fascinante casa común

Bill Bryson, con su sonrisa de 4 segundos.

Conviene saber donde estamos. El lector, el director de este diario, y el columnista, todos estamos dentro de una máquina perfecta, que estos días tiembla y se infecta sin control pero que roza la perfección evolutiva. También conviene recordar que la enfermedad es congénita a la vida y que vivir eternamente sería la mayor de las condenas. Cuidar el cuerpo en el que vivimos, –si quieres presumir de él en Instagram allá tú chaval–, es lo más sensato. “Para alargar la vida, reduce tus comidas“, dijo Benjamin Franklin, contra los que compran estos días con compulsión aterrada.

Y en esto que llegó Bill Bryson (Iowa 1951), relevista del divulgador Oliver Sacks que me masajea las noches que suceden a estos días de peste medieval. Su libro El Cuerpo Humano. Guía para ocupantes (RBA 508 pag. 20 euros) es el que reseño hoy aquí. Necesitaré otro artículo la semana que viene para completar la entrega. Bryson que acompaña su libro con 41 páginas de bibliografía, recuerda que para el cerebro el mundo es solo una corriente de impulsos eléctricos. Algo así como cuando Marty McFly enchufa la Gibson ES-345 en Regreso al Futuro para arrancarse con el riff de Johnny B. Goode. ¿Sabías que el cerebro, esa gran computadora, tan solo necesita 400 calorías al día, que es lo que tiene una napolitana del Granier? Si te comes dos seguidas lo mismo se te cuelga el sistema operativo.

El término virus se popularizó no hace mucho. Fue en 1900 cuando un botánico holandés, Martinus Beijerinck descubrió que las plantas de tabaco quedaban infectadas por algo más pequeño aún que las bacterias. Imagino que le encargó el trabajo algún compatriota errante cansado de perder la cosecha que vender en ultramar. A ese extraño invasor lo llamó primero contagium vivum fluidum, y luego “virus”, del latín, “toxina”. Nunca ganó el Nobel por el descubrimiento pero conviene recordar hoy que la palabra más nombrada estos días fue designada a partir del desperfecto de una cosecha de tabaco.

Hemos aprendido que los virus no valen nada sin una célula, que tienen paciencia y saben esperar su momento hasta que encuentran el caldo de cultivo necesario, que son virulentos (disculpen la redundancia) y que la estadística se nos queda pequeña: de los 586 que infectan a los mamíferos, tan solo 263 (ignoro si el corona está incluido aquí) nos afectan a los humanos.

Son días de nervios e información desmedida y no conviene perder la cabeza, como le pasó a Goya y Lucientes, que cuando fue desenterrado en abril de 1828 apareció decapitado. No se pierdan el documental Oscuro y Lucientes de Samuel Alarcón, lo cuenta muy bien. Frances Larson en Severed, su historia de la decapitación, escribe que una cabeza cortada conserva durante unos instantes aún sangre oxigenada. Hay múltiples historias del terror revolucionario francés que hablan de cabezas que después de separadas del cuerpo hicieron gestos (se supone que mecánicos) en los que parecían reprobar a sus verdugos un divorcio forzoso. Para remate, en 1803 dos alemanes (cómo no) con la intención de investigarlo todo al respecto, se dieron a la caza de cabezas humanas para asegurar su trabajo de campo. Como parte de la investigación una pregunta a las cabezas: “¿Me oye?”. La respuesta siempre, siempre, quedó muda.

Escuchar al cuerpo es quizá el primer medicamento. Nuestro umbral auditivo es pobre. Oímos mucho menos que la mayoría de los animales, pero es que si los tres pequeños huesos que componen nuestro oído pudiesen escuchar sonidos aún mas bajos viviríamos en un mundo de ruido constante. Se imagina el lector la experiencia de escuchar la tertulia de Sálvame escuchando aún más. Nuestro umbral para el dolor del ruido está en 120 decibelios (por cierto el decibelio como unidad de medida no nació hasta 1920). Cuando su pareja ronca genera hasta 80 decibelios, de ahí tanto divorcio exprés. Suerte que ahora son baratos.

Si eres de los que si te dan a elegir prescindir de un sentido renunciarías al olfato, te equivocas. Imagino que sabes que todos los olores de la perfumería y las velas son sintéticos, de ahí las marcas blancas que cada Navidad imitan a los perfumistas de lujo. Pero la naturaleza se escabulle: el olor a regaliz no pudo reproducirse artificialmente hasta 2016. Divertido, ¿verdad? ¿De chico eras del regaliz negro o del rojo con espirales? La asociación del regaliz con la infancia es de las mas estrechas, por eso la palabras “regaliz” y “feliz” riman. ¡Ojo, que hay gente que no huele nunca! La enfermedad se llama anosmia y aunque te parezca que nadie les envidia, unos pocos, muy pocos, padecen una afección más escatológica llamada cacosmia, a los que todo les huele a heces. Puag.

Un poco más abajo de donde se sujetan las gafas, aparece otro problema. Somos una máquina de atragantarnos. Las posibilidades de visitar a San Pedro atragantados es altísima. Cuiden su epiglotis queridos lectores. Hablar con la boca llena no es solo un problema de comunicación oral. Si el cerebro se despista y el cacahuete se va por el otro lado tu máster en Harvard o esa chica que te roba el sueño pueden esfumarse en décimas de segundo. La maniobra en la que estas pensando fue inventada por Henry Heimilch un presumido caradura que acabó vendiendo pósters con su método “patentado”, saliendo en el Johnny Carson Show a costa de destruir su reputación. Mr. Heimilch murió en 2006 y no, no fue de un atragantamiento, pero la Cruz Roja avergonzada de sus ganas de rentabilizar el gesto, le cambió el nombre a la maniobra “de expulsión del cacahuete” y la bautizó “compresión abdominal”.

Bryson cuenta también que la saliva contiene opiorfina, un analgésico más potente que la morfina, pero en dosis muy pequeñas. Cuando conozca a Bryson le preguntaré si es por eso que los besos parecen curarlo todo excepto, eso sí, el mal aliento mañanero que se debe, entre otros, al metilmercaptano (que huele a repollo podrido). Mientras dormimos producimos muy poca saliva. La almohada babeada en la siesta de verano, como viniste al mundo, mientras suenan las cigarras, frente a Es Vedrá, debe ser la excepción.

En estos días de emociones galopantes, caceroladas republicanas y aplausos solidarios, si tienes pensado llorar debes saber que solo los humanos tenemos lágrimas emocionales. Cuando tu mejilla brilla al caer una lágrima, ya sea porque has vuelto a ver Dirty Dancing o por ese chico que te hizo temblar bajo las sábanas, tiene que ver con que el lagrimal no consigue drenar tal cantidad de lágrimas y rebosa. Cuando lloras el lagrimal es un sumidero atascado. No hay beneficio físico en ese llanto. Y lo más curioso es que nuestro llanto emocional lo mismo nos brota por tristeza que si te entra un ataque de risa porque tiras de YouTube y te da por buscar a Rajoy bailando Mi gran noche.

Bryson escribe que como humanos tenemos seis expresiones que son universales, que todos nos reconocemos mutuamente: el miedo, la ira, la sorpresa, el placer, la tristeza y la repugnacia. La sonrisa es la que utilizaré para acabar esta primera parte del artículo. La sonrisa auténtica es breve, no supera nunca los cuatro segundos.

Las sonrisas mantenidas en el tiempo las percibimos como una amenaza. Stephen King sabe mucho de esto. Y tú también. Podemos hacer que nuestra boca sonría, pero que brillen tus ojos al tiempo que sonríes, eso no. Eso pasará muy pronto, cuando todo esto pase. Final.

*Artículo publicado originalmente en El Español

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