Opinión Cristina Mayo Rodríguez

El laberinto tributario de los altos patrimonios: la seguridad jurídica en juego

Si echamos la vista atrás, la fiscalidad de los grandes patrimonios ha sufrido en los últimos años varios reveses sin razones claras que los justifiquen dentro de la política tributaria. Así, en 2021, se aprobó la ley de medidas de prevención y lucha contra el fraude fiscal (Ley 11/2021), que regula un régimen optativo de disolución y liquidación de determinadas sociedades de inversión de capital variable (las famosas SICAV) que reducía el efecto fiscal de esa liquidación para la SICAV y para el socio.

Es sabido de sobra que esa Ley, desde que se aprobó, generó dudas interpretativas y operativas, además de fiscales: el citado régimen transitorio, lejos de simplificar o endulzar el mal trago, convirtió el proceso en un trámite tedioso y no exento de controversia. Por si fuera poco, tras finalizar los procesos de disolución en julio de 2023, se han iniciado numerosas inspecciones para verificar el cumplimiento de ese régimen. Y por eso nos preguntamos ¿para qué todo esto? Si el objetivo final era revisar estos procesos y someterlos a fiscalización, ¿no hubiera sido más sencillo desde un principio haberlos hecho tributar? Al menos, el contribuyente afectado hubiera ahorrado tiempo y costes.

La misma norma imponía nuevas reglas de cómputo del número mínimo de 100 accionistas para que resultase aplicable el tipo reducido de gravamen del 1% en el impuesto de sociedades, al exigir que solo contaran como accionistas los titulares de acciones por al menos 2.500 euros.

Ambas medidas pretendían reforzar la “colectividad” de las SICAV, porque el legislador fiscal, por aquel entonces, entendía que estos vehículos carecían de ese carácter en grado suficiente. De modo que el legislador fiscal se atribuye una función inquisidora de revisión del estatus de un vehículo que, no lo olvidemos, está regulado y supervisado por la Comisión Nacional del Mercado de Valores, por lo que se convierte en el “Gran Hermano” de la autoridad regulatoria y se atribuye unas facultades que se nos antojan excesivas.

Estábamos en pleno proceso de liquidación de las SICAV cuando el legislador decidió aprobar, el 28 de diciembre de 2022, el conocido como impuesto temporal de la solidaridad de las grandes fortunas (ITSGF). Este nuevo impuesto lo configuró la Ley 38/2022, con una vigencia temporal limitada para los ejercicios 2022 y 2023, aunque esa misma norma también habilitaba al Gobierno para que evaluara los resultados del impuesto y propusiera, en su caso, el mantenimiento o supresión más allá del año 2023. Como era de esperar, y nadie se extrañará del desenlace, con el Real Decreto-Ley 8/2023, y antes de disponer de los resultados recaudatorios correspondientes al segundo ejercicio de vigencia del ITSGF, el Ejecutivo decidió prorrogarlo de manera indefinida en tanto que no se produjera la revisión de la tributación patrimonial en el contexto de la reforma del sistema de financiación autonómica.

El propio legislador encontraba respaldo para ejecutar dicha prórroga en el hecho de que el Tribunal Constitucional había declarado la constitucionalidad del ITSGF en varias sentencias, entre ellas la Sentencia 149/2023.

Dos eran los fines principales del ITSGF: (i) recaudatorio, para exigir, en  tiempos de crisis energética y de inflación, un mayor esfuerzo a quienes disponían de una mayor capacidad económica, es decir, una “muestra de la solidaridad de las grandes fortunas”, y (ii) armonizador, para disminuir las diferencias en el gravamen del patrimonio en las comunidades autónomas, especialmente para que la carga tributaria de los contribuyentes residentes en las comunidades que habían “desfiscalizado” total o parcialmente el impuesto sobre el patrimonio no variara mucho de los residentes en otras comunidades que mantenían la tributación por el patrimonio.

El legislador se salta las competencias de las comunidades autónomas con una técnica legislativa más que cuestionable

En definitiva, de manera más que evidente y sorpresiva, el legislador se salta las competencias de las comunidades autónomas con una técnica legislativa más que cuestionable, e “invita” al contribuyente a ser solidario para que pueda dormir con la conciencia tranquila. Ante este nuevo impuesto, como era predecible, gran parte de las administraciones autonómicas recuperaron sus competencias recaudatorias con el impuesto sobre el patrimonio.

A finales de 2024, hemos vivido una nueva amenaza de una posible estatalización del impuesto sobre sucesiones y donaciones. Finalmente, la enmienda propuesta por Sumar no ha salido a la luz, pero avisó a los navegantes: la historia puede que aún no haya acabado y vivamos el mismo periplo que con el ITSGF.

A todo lo anterior añadimos un entorno fiscal lleno de criterios administrativos y jurisprudenciales ambiguos y contradictorios, y en constante cambio, donde ni la inteligencia artificial sería capaz de hacer un seguimiento razonable. Por dar solo algunos ejemplos: hace falta una bola mágica para saber si ciertos activos financieros, préstamos o tesorería, son activos aptos dentro de los incentivos a la empresa familiar; las aportaciones no dinerarias a sociedades holding se han convertido en prácticamente operaciones prohibidas, y se desconoce qué medios debe disponer una sociedad de capital riesgo cuya gestión ha sido delegada para que pueda ser un activo apto dentro de la empresa familiar. Sin olvidar, además, que, en ocasiones, se legisla a base de criterios inspectores que no cuentan con soporte legal.

Con todo lo anterior, la planificación patrimonial se ha convertido en tarea compleja para la que no podemos recomendar otra cosa que la utilización de estructura y medidas sensatas y flexibles, que permitan adaptarse y anticiparse a los cambios sin grandes cambios, valga la redundancia, en las que primen los criterios y principios económicos y, en su caso, financieros. La utilización de esquemas con un componente puramente fiscal, sin un soporte o justificación económica o financiera, carece de todo sentido en el entorno actual en el que nos movemos.

La seguridad jurídica tributaria es un derecho fundamental de los contribuyentes

Sería encomiable que el legislador, la administración tributaria y los tribunales creen normas o dicten criterios entendibles y claros, para que el contribuyente no necesite hacer un máster en gramática e interpretación solo por intentar aplicarlos. Del mismo modo, los criterios administrativos y jurisprudenciales deberían ser concisos, cristalinos y emitidos en períodos temporales razonables para dar seguridad jurídica al contribuyente. De lo contrario, carece de todo sentido ciudadano que se emitan. Es totalmente injustificable que un contribuyente presente una consulta tributaria que no se llegue a contestar nunca o, si se hace, se responda meses o años después de presentarla. ¿Para qué sirve entonces que la Ley General Tributaria conceda dicha posibilidad de consultar a la Administración Tributaria a los contribuyentes? No es sensato que un contribuyente tarde años, muchos más que pocos, en recibir la razón de un tribunal judicial ante errores inspectores. Pleitos tengas y los ganes.

Confiemos en que así sea y avancemos hacia una administración tributaria colaborativa, que genere un entorno fiscal estable, seguro y sensato. Lo contrario solo puede generar una esfera de inseguridad jurídica que desestabiliza cualquier deseo de inversión y planificación.

La seguridad jurídica tributaria es un derecho fundamental de los contribuyentes y una base imprescindible para el buen funcionamiento de cualquier sistema fiscal. La claridad, la estabilidad y la consistencia en la aplicación de las leyes fiscales son esenciales para crear un entorno de confianza que fomente la inversión, la competitividad y el cumplimiento tributario. Solo a través de la implantación de un sistema fiscal justo y predecible se podrán alcanzar objetivos económicos sostenibles y promover una mayor equidad en el cumplimiento de las responsabilidades fiscales.