Esta es la historia de un niño rumano que se educa en Milán y al que la Segunda Guerra Mundial le obliga a emigrar a América para huir de la miseria y cuya manera de mirar y dibujar, le convierte en un icono mundial.
Si escribiésemos un guión sobre su vida, el primer plano de la película comenzaría con un humeante puesto de pretzels, el bollo salado con forma de lazo, en una esquina de Manhattan. A su lado una pequeña mesa con postales para turistas. Un plano corto enfoca la más vendida. Son diez dólares. Es la portada que la revista The New Yorker publicó el 29 de marzo de 1976. El dibujo muestra la perspectiva desde la novena avenida, atraviesa la décima, cruza el río Hudson, recorre Estados Unidos hasta la costa oeste y llega al océano Pacífico. Todo eso, sí, en un dibujo, en una portada de revista.
El dibujo es tan simple, tan naíf, que no parece tener mérito alguno. La revista costaba 75 centavos y es historia de mi oficio.
La elipsis cinematográfica es la técnica que permite que una historia salte en el tiempo. 1976, Saul Steinberg (1914-1999) lleva su dibujo a la redacción de la revista. Ya es un dibujante que puede vivir de su trabajo. Ya ha descubierto que dentro tiene vivo un mundo interior que burbujea. Ni se imagina que 48 años más tarde, 25 años después de su muerte, en el centro de Madrid, en la Fundación de los banqueros March, se exhibirá la mejor exposición del otoño: Saul Steinberg, artista, en Google, caricaturista, una muestra que despertará vocaciones profesionales y enamoramientos personales.
No dejen de ir a verla. Vengan a Madrid sólo para verla, luego pueden reservar para cenar en Pabú si andan bien de presupuesto o en LUR, el restaurante del momento. Vayan de compras de Navidad o den un paseo a remo por el estanque del Retiro, pero venga a verla, aunque Saul Steinberg le suene un nombre muy muy raro. No importa si tiene a los niños en casa o a los abuelos, si es tu primera cita en Tinder o estás en terapia, os gustará.
“No acabo de pertenecer al ámbito del arte, de la viñeta o del dibujo para revistas, y el mundo del arte no sabe bien donde colocarme”. Steinberg lo explicó bien. Lo más popular fueron sus portadas para The New Yorker, una colaboración que duró seis décadas. En España eso se conoce por postales y camisetas, porque aquí el semanario, en manos de Conde Nast, es desconocido.
Dos libros recomiendo si uno se anima a profundizar en el legado del dibujante. Su biografía, “Saul Steinberg. A biography” escrita por Deirdre Bair que ganó el National Book Award. Bair consiguió todo el respeto como escritora tras publicar la biografía de Samuel Becket. Anagrama publicó también su libro sobre Al Capon.
La vida de Steinberg ocupa en el libro 735 páginas impresas en la tipografía Caledonia pero nadie la ha traducido al español y habría sido una buena oportunidad aprovechando la exposición de la March.
El otro libro es el excepcional catálogo de la exposición (45 euros en tapa dura, 30 en tapa blanda) editado por Manuel Fontán del Junco y Aida Capa. Si por lo que sea no puedes venir a la exposición, compra el catálogo por internet, que tienes una gran tarde de otoño asegurada.
Diego Areso, director de arte de El País, se ofreció voluntario para escribir la reseña de la exposición en Babelia. El título resume bien lo que uno puede esperar: “El artista con muchos artistas dentro”.
A mí me gustaría subrayar que más allá de su capacidad técnica, de su estilo inconfundible, de su carácter juguetón, es el sentido del humor su gran seña de identidad. Es lógico. Dibujar es sonreír. Steinberg dibuja caretas en bolsas de papel, se deja fotografiar serio, muy serio -todos los payasos son serios- por la fotógrafa austríaca Inge Morath; dibuja falsos certificados universitarios para sus amigos, y claro, caricaturiza todo lo que le llama la atención.
También me gusta su clásica elegancia en el vestir. Sus gafas Moscot, o similares, sus trajes a medida, su chaleco siempre abotonado, su calva señorial, y un más que parecido a Groucho.
Para los compradores de museo, tribu en la que milito, la Fundación March además del catálogo se ha trabajado buenos posters -aunque se echa de menos el que reproduce la portada de la revista The New Yorker-, es posible que Conde Nast, que tiene una línea de negocio dedicada a comercializar su archivo no les diese permiso; postales enmarcadas y la omnipresente tote bag que ya no puede faltar en cualquier muestra.
Mi propuesta final es un té, café o un vino en la terraza de la Fundación, uno de los mejores oasis de Madrid, con cobertura y el cantar de algún mirlo al que le habría gustado que Steinberg lo dibujase, y viajar por el mundo, de exposición en exposición, celebrando su trazo fino.