De todas las máximas que se dan en las multinacionales, hay una común y transversal a todas: el jardín del vecino siempre está más verde. Da igual que haya hechos irrefutables que constaten lo contrario, qué importa que el césped propio esté en mejor estado que el de Wimbledon o que se sepa que en la puerta de al lado hay calvas y topos. No importa, la familia Flanders es siempre mejor, come primero, segundo y postre, es más ingeniosa y está más unida. No hay jefe feo, decía un ex compañero. Tampoco hay vecino feo, le contestaría yo unos años más tarde.
En parte, entiendo que haya que sobrevalorar al vecino. O, al menos, no menospreciarlo, algo que también he visto en muchas ocasiones, produciéndose algo curioso: el menosprecio sí suele constatar un verdor mayor en el jardín ajeno. Pero entiendo sobredimensionarlo de vez en cuando. Lo comprendo como estrategia para picar a los equipos y que saquen lo mejor de sí mismos. Hay veces que ver herido el amor propio es un resorte para rendir como nunca. Un empujón puntual, por supuesto.
El problema se produce cuando la idolatría por el vecino se convierte una forma de vida, cuando se obvia lo evidente por la sencilla razón de no saber valorar lo que uno tiene en casa. Recientemente, me marcó una frase de Albert Vilar Rebollo, director creativo, al salir de su antigua compañía. Citaba una frase del final de The Office (probando un gusto exquisito): “Ojalá hubiera alguna manera de saber cuándo estamos viviendo uno de los mejores momentos de nuestras vidas antes de que formen a pasar parte del pasado”.
Se debe respetar al vecino, reconocerlo, darle sal cuando haga falta, pero no puede construirse una historia en la que siempre le va mejor. Eso es deshonesto con uno mismo, injusto, genera frustración y, ante todo, no trae nada bueno para el futuro. Porque empezarás a tratar de emplear el mismo abono que usa el otro una y otra vez hasta que te des cuenta de que, en realidad, tu jardín no estaba nada mal.
Feliz lunes y que tengáis una gran semana.