Opinión Salvador Sostres

Ugo Chan, la alegría de Madrid

Por personas como Hugo Muñoz es que merece la pena vivir. Por su alegría íntima, insoslayable, que se filtra en su cocina y en su trato. Ugo Chan, su restaurante, es la casa de las personas alegres y agradecidas, que esperan algo de la vida, algo particularmente emocionante y bonito. Me gusta ir a Ugo Chan, la idea de ir a Ugo Chan. Me gusta comer en Ugo Chan. Pero sobre todo me gusta estar en Ugo Chan, dejar que el ambiente me envuelva, y el carisma de Hugo y la perfecta amabilidad de los camareros, exactos en su servicio, sin resultar excesivos ni caer en ese ausentismo de que nunca están cuando los necesitas.

Ugo Chan es un restaurante alegre, cálido, muy bien decorado: no redunda en el folklore asiático ni en la procacidad oscurantistas de los locales -tan tediosos- de bengalas y señoritas. Hugo Muñoz se toma en serio su cocina, se toma en serio su decoración y su servicio, pero lo que por encima de todo se toma en serio es a sus clientes, a los que no trata como si fueran masa -eso es también, por desgracia, frecuente, y en restaurantes que no son precisamente baratos- sino como las personas individuales y distintas que cada uno de nosotros somos. Son aspectos que tal vez tendríamos que dar por descontados, pero la realidad es que vivimos tan huérfanos de ellos que sorprenden al percibirlos, y es una clase de sorpresa tan agradable que es la que más y mejor predispone el ánimo de la noche.

La cocina de la casa es confortable, comprensible. No busca incomodar al cliente, ni ponerlo entre la espada y la pared, sino agradarle, acompañarle en su velada, propiciar su felicidad. Los productos son sobresalientes, las presentaciones de los platos muy delicadas, aunque uno incluye el happening de servir el pescado en su forma original con sus ojos y cola, y hay que huir de estas demostraciones. Presentar los platos con la forma de los animales es de mal gusto. Puede divertir a futbolistas y cantantes, pero causa toda clase de disgustos en el público culto y no favorece la conversación civilizada. El Bulli nunca necesitó el circo para dejarnos sin palabras.

El servicio en Ugo Chan raya la perfección y tiene mucho mérito. En las casas más formales, como Horcher o Zalacaín, es más fácil dar un buen servicio. Todo es más académico, todo está más previsto. Clientes y camareros hacen siempre lo mismo. Se puede establecer una pauta y la inmensa mayoría de las veces se llega al final del almuerzo o de la cena sin haber tenido que apartarse de ella. En Ugo Chan, más informal, más libre, donde todo depende bastante del aire de cada día, evidentemente existe un modelo de servicio, pero en su esfuerzo por no resultar tan encorsetado, tan rígido, tienen todos que estar mucho más atentos al ritmo de cada mesa: para servir el sake o el champán, poco y que siempre esté frío, para aprovechar las breves pausas en la conversación -en lugar de interrumpirla- cuando toca presentar un plato; y también para aconsejar sin pedantería ni explicaciones demasiado largas y cargantes a un público que por mucho que diga: “a mí me encanta la cocina japonesa”, en el fondo no tiene ni puñetera idea. No pasa nada por no tener ni puñetera idea, pero precisamente es por esto que necesitamos a buenos camareros que estén por nosotros y pongan nombres y platos a lo que torpemente nosotros les decimos que queremos.

Por supuesto la experiencia completa de Ugo Chan hay que tenerla al menos una vez, pero para tener la experiencia elitista de la casa, que quiero aclarar que yo no la tuve porque éramos seis y no era practicable, es ir dos o a lo sumo tres, sentarse en la barra, y pedir una cena de sólo niguiris uno a uno. Niguiris y nada más que niguris. Los niguiris de Ugo Chan merecen esta atención personalizada e inmediata. “Inmediata” porque el niguiri es la unidad de destino en lo universal que a más velocidad se degrada. Cualquier segundo que pasa entre la mano del chef y tu boca es un segundo dramático. Hay que perder esta costumbre tan fea de ir seis a un restaurante, esto es cierto, aunque haya noches mágicas. Y hay que perder también esta vulgaridad populista, montonera, de sentarse en las mesas. La barra es la máxima expresión de un bar y de un restaurante. En la barra está la tensión con el cocinero, la personalidad del autor y la personalidad del cliente. La barra elevada contra la mesa banal, y todas las siguientes metáforas.

Ugo Chan es la alegría de Madrid, y que Hugo Muñoz no sea japonés ayuda. La cocina japonesa es una técnica y puede copiarse. Copiemos pues, con todo el esmero que haga falta. Por lo demás, hay pueblos de inteligencia mucho más razonadora y que no necesitaron tanto escarmiento para ser amables.