El próximo 5 de noviembre, Estados Unidos elige a su nuevo presidente entre las dos únicas candidaturas factibles: la del Partido Republicano (Donald Trump) y la del Partido Demócrata (Kamala Harris). Una moneda al aire que solo puede caer en un antagónico cara o cruz. Desde Europa, no deja de resultar llamativa la inmensa fortaleza que el bipartidismo exhibe en Norteamérica, una práctica electoral (algo cuestionable en democracia) que se encuentra incrustada con profundas raíces en la propia esencia del país.
La última vez que alguien se atrevió a desafiar este sistema fue en 1992, cuando el millonario texano Ross Perot se enfrentó a pecho descubierto contra la mastodóntica maquinaria institucional de George H. W. Bush y Bill Clinton, presentando por su cuenta una tercera candidatura independiente.
A pesar de realizar una campaña a contracorriente (financiada de su propio bolsillo), el outsider Perot obtuvo un inédito apoyo del 18% de los votos gracias a un programa populista reforzado por la carismática personalidad de su exótica figura (muchos creen que podría ser considerado un antecesor del fenómeno Donald Trump).
Sin embargo, y aunque pueda parecernos una simple, aunque excéntrica, curiosidad más de la cultura popular americana, la biografía empresarial y personal de Ross Perot puede ser considerada cualquier cosa menos aburrida, a medio camino entre las computadoras tamaño armario del primer Bill Gates y el arrojo aguerrido del Chuck Norris de Desaparecido en combate.
El mejor vendedor de computadoras
Tras servir en la Marina de los Estados Unidos (algo que marcaría a fuego su carácter, como veremos más abajo), Ross Perot comenzó su carrera profesional en los años cincuenta como comercial de la compañía IBM. Vendía primitivos sistemas informáticos y computadoras de tamaño XXL. Y no lo hacía nada mal (de hecho, está considerado como el mejor vendedor de la historia de esta compañía).
Vendía tantos ordenadores que la empresa intentó promocionarle a un puesto directivo rápidamente, pero Perot se dio cuenta de que ganaba mucho más dinero con las jugosas comisiones que sus ventas le reportaban que con el supuesto aumento de sueldo que un puesto de alto ejecutivo le aseguraría. Así que no aceptó los ascensos.
El globo de sus bonificaciones se llegó a hinchar tanto que la dirección de IBM se las redujo en un 80%, llegando incluso a asignarle una ‘cuota inversa’ (esto es, un fijo de ventas anuales por encima del cual no recibía ninguna recompensa). Enfadado y desmotivado, Perot dimitió de su puesto.
Decidido ya a convertirse en su propio jefe, fundó en 1961 Electronic Data Systems (EDS), una empresa de servicios de procesamiento de datos. La salida a bolsa de EDS fue tan espectacular que multiplicó por diez su cotización, convirtiendo a Ross Perot en el primer multimillonario tecnológico del planeta.
Además, en 1984, General Motors le compró una participación mayoritaria de su empresa por 2.400 millones de dólares de la época, una auténtica barbaridad (curiosamente, unos años después, tendría un fuerte desencuentro con el consejo de administración, el cual le ofrecería otros 900 millones de dólares más por irse de su propia compañía sin dar un portazo al salir).
Empezó de nuevo (aunque ya mucho más rico) y creó Perot Systems, empresa que sería adquirida por el gigante tecnológico Dell a cambio de más de 3.500 millones de dólares (también invertiría en NeXT, una compañía informática fundada por Steve Jobs tras su abandono de Apple).
En definitiva, no resulta extraño que, en 2019, poco antes de su fallecimiento, Forbes estimase la fortuna de Ross Perot en unos 4.100 millones de dólares.
Mitad millonario, mitad soldado
A lo largo de toda su vida, Perot se interesó mucho por el estado de los prisioneros de guerra norteamericanos y desaparecidos en combate de la guerra del Vietnam (según él, abandonados a su suerte por el gobierno de su país). Durante las Navidades de 1969, se gastó 5 millones de dólares en fletar un avión repleto de regalos y comida para ellos, con la idea de aterrizarlo por su cuenta y riesgo en el aeropuerto norvietnamita de Hanoi (considerado territorio enemigo por Washington), generando así una crisis diplomática sin precedentes.
Sin embargo, el capítulo más asombroso de su impetuoso temperamento se produjo en 1979, con el telón de fondo de la Revolución Iraní de los ayatolás.
Su empresa EDS poseía contactos con el anterior régimen del Sha de Persia, Ahah Pahlavi, con cuyo gobierno había firmado un suculento contrato de suministro de ordenadores y material informático.
Cuando los islamistas llegaron al poder no solo no respetaron el acuerdo, sino que además retuvieron y encarcelaron a dos de sus ejecutivos: Bill Gaylord y Paul Chiapparone, civiles norteamericanos a los que acusaron arbitrariamente de espionaje industrial (para su desgracia, ambos se encontraban haciendo negocios en Teherán justo durante la revuelta).
Perot solicitó ayuda al gobierno de Washington para que moviera sus hilos y liberase a sus dos empleados, pero desde la Secretaría de Estado le recomendaron paciencia, ya que bastante problemas tenían ya con la crisis de los rehenes de la embajada (un suceso histórico que se recrea, por cierto, en el filme Argo, dirigido por Ben Affleck, Oscar a la Mejor Película en 2013).
Como hombre curtido en las fuerzas armadas y concernido por los preceptos militares del honor y el deber, Perot se negó a quedarse de brazos cruzados (“un buen general no deja tirado a sus hombres”, debió pensar) y organizó su propia misión de rescate, al más puro estilo Rambo.
Contrató como asesor e ideólogo del plan a un antiguo boina verde, Arthur Simmons, y reclutó entre sus propios empleados a un pequeño y selecto comando, todos ellos con experiencia en combate (se da la circunstancia de que al millonario texano le gustaba contratar a gente con pasado militar, ya que los consideraba más leales y con mayor resistencia al estrés).
Utilizando el poder seductor del dinero, sobornó a varios saboteadores locales para que montasen un pequeño motín en la cárcel donde estaban encerrados los ejecutivos de EDS. La confusión fue aprovechada por el comando mercenario de Perot para rescatarles sanos y salvos, siendo trasladados rápidamente en coches blindados hasta la frontera turca (una alucinante huída que el escritor Ken Follet rescataría para su novela Las alas del águila).
Desde luego, habrá quien le eche en cara muchas cosas al millonario Ross Perot, pero nunca se le podrá acusar de no preocuparse, hasta las últimas consecuencias, por sus empleados.