Opinión Kiko Fuentes

Del turismo como maldición bíblica

En algún momento, la gallina de los huevos de oro empezó a mutar, convirtiéndose en buitre leonado, ante la mirada atónita de los españolitos.

Playa de Mallorca. (Foto: David Ramos/Getty Images)

Decía el gran Paco Martínez Soria, a las órdenes de Pedro Masó en 1968, que el turismo es un gran invento. Y no le faltaba razón. Gracias al turismo empezamos a respirar después de tiempos sombríos, y hasta la fecha seguimos ordeñando esa teta inagotable, que llena cada año las arcas del Estado, para que luego los gestores puedan sacar pecho y ronear de lo bien que lo hacen todo. Gracias al turismo nos modernizamos, se nos abrieron las entendederas y algunos hasta aprovecharon, además, para ponerse morados a fornicar. O eso dice la leyenda.

No entiendo mucho de macroeconomía, ni de ninguna otra cosa por otra parte, y no puedo valorar si fue el camino correcto. Es indudable que mucho bueno ha tenido, hay que ser muy burro para no verlo así, pero también es verdad que tenemos muchos, demasiados, huevos en ese canasto. Aquel chico de la coleta, y no soy precisamente un gran fan suyo, decía en 2014 que no podíamos ser sólo un país que sirva cañitas y tapitas a los ricos del norte, y no se equivocaba. Paradójicamente hoy, despojado ya de su trademark capilar, este hombre regenta una tasca en la que, digo yo, hace precisamente eso… pero lo dicho, su análisis era acertado. No es que España sea un monocultivo turístico, pero casi, para desgracia de otros sectores importantísimos que ven mermado su protagonismo.

Durante decenios, el turismo se concentraba en los destinos de sol y playa, y a nadie parecía fastidiarle. Se juntaban los extranjeros en Benidorm, Torremolinos, Salou, Magaluf o donde fuera y allí se agarraban sus cogorzas, comían a las once de la mañana y hacían todas esas cosas que tanta risa nos causaban. Dejaban su parné, lo pasaban pipa y algunos, los menos, conseguían no quemarse la piel. Los más pudientes compraban inmuebles y se jubilaban aquí. Y tan a gusto.

Mientras las hordas guiris se mantuvieron en aquellos pueblitos costeros, devenidos megaurbes del desarrollismo, a nadie le preocupó el asunto. La población local, beneficiaria de aquel divino maná, y cobijada bajo el manto protector de San Alfredo Landa, estaba tan contenta, y el Erario echaba humo. Por las ciudades asomaban los visitantes solo discretamente. Llevaban a los toros un autobús de japoneses, los sentaban en fila en un tendido de sol, y a la muerte del tercero de la tarde, ya en la antesala del parraque térmico, se los llevaban echando viruta a un tablao, a comerse una paella recalentada. Prácticamente eso era todo…

Hasta que un día, a la manera de una banda comanche que escapa desmadrada y hostil de su reserva, los turistas empezaron a atacar en masa por todos los flancos.

Cuando en Barcelona empezaron a echar pestes de la saturación de cruceros (y aún no había pasado lo del Piolín…) confieso que no entendía nada. Pensaba que era cosa de unos cuantos chalados de esos que se quejan por todo… hasta que me tocó pasar allí una temporada por trabajo y asistí en directo a las razzias de la ciudad por parte de los cruceristas, que dejaban a los piratas berberiscos a la altura de los Teletubbies… En Madrid, donde no hay playa como es bien sabido, no llegan cruceros de momento, pero sí incesantes catervas de visitantes, con sus fieles trolleys haciendo taca-taca por las aceras. En Toledo, en Córdoba, en Sevilla, en Málaga, en Santiago de Compostela, en Donostia… está la gente hasta los mismísimos del turismo, No es ya que den la bronca y orinen de madrugada sobre sus piedras centenarias, es que el fenómeno ha desbaratado el mercado inmobiliario, ha arrasado el pequeño comercio y ha convertido la antaño plácida vida de los vecinos en un calvario. Donde había un bar estupendo ahora hay un kebab, y en el colmado de enfrente ahora venden souvenirs made in China… A tomar viento esa manera de vivir que se nos supone y que, encima, dicen adorar los foráneos que nos visitan por millones cada año…

El absurdo es de tal magnitud que en los destinos insulares directamente no hay alojamiento para nadie que no arrastre una maleta, Llevándolo al extremo, a punto estamos de que no haya camareros que atiendan a la gente que nos visita para empinar el codo… porque no tienen donde alojarse. Y quien dice camareros dice personal sanitario, fuerzas del orden o personal de mantenimiento, que tienen que pernoctar en furgonetas y cosas por el estilo. De locos.

Y mal arreglo tiene. Entre los billetes de avión a precios de chiste, las plataformas de alojamientos turísticos, las legítimas ganas de juerga y postureo del personal, y la irrupción en el mercado de viajeros de países emergentes, unido todo ello a inventos diabólicos como el selfie o la maleta con ruedas… a ver cómo hacemos para cambiar de modelo como se está pidiendo. Como si fuera tan fácil como cambiar de modelito. Y más con el peso que tiene todo este circo en la economía y el empleo.

Valga como pobre consuelo saber que no estamos solos en esta penitencia. El problema es generalizado en todo el mundo, y hasta la cima del Everest recuerda, en días soleados, a la acera de Doña Manolita durante el puente de la Constitución.  Y, por cierto, los mismos españoles que pían desabridos por lo mal que está aquí la cosa, corren al aeropuerto en cuanto tienen un duro y/o unos días de asueto, para ir a dar la turra a otras latitudes y hacerse la fotito reglamentaria para su Instagram… Y qué le vamos a hacer, la gente tiene derecho a viajar, aunque viajar así… se convierta en un asco. Ya se irán dando cuenta.

El desaguisado es de proporciones ciclópeas, y arreglarlo, si es que es posible, llevará décadas. Así que, de momento, como dicen en Birmingham, garlic and water.  ¡Feliz verano!

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