Hace años que Julio Iglesias no da un concierto ni saca un disco y hay que agradecerle la hombría de no haber anunciado una gira de despedida o que se retira. Los genios son nuestros hasta se los lleva Dios un momento y enseguida nos los devuelve vestidos de eternidad. Julio Iglesias vive para nosotros. Ha estado siempre al servicio de nuestras vidas y de nuestro amor y de nuestra tristeza; y ha estado siempre al servicio de España, prestando increíbles servicios a la nación como la vez que se reunió con Kissinger para resolver la crisis que había provocado Zapatero por no levantarse al paso de la bandera americana en un desfile.
Julio Iglesias ha sido una manera de cantar, una manera de actuar pero sobre todo una manera de estar en el mundo. No me refiero a su vida sentimental, tan explotada por algunas revistas, sino al rigor con que ha trabajado y a los éxitos que ha conseguido, que no sólo son artísticos ni sólo le afectan a él, y a todos nos incumben. Tras las mansiones y los aviones y otras expresiones de lujo a las que ha aparecido asociado está un hombre humilde y testarudo que desde que tuvo el terrible accidente que le apartó de la portería del Real Madrid ha tenido que luchar cada uno de sus días contra su lesión y cada mañana desde entonces ha sufrido un gran dolor para volver a empezar a andar. La misma meticulosidad que ha tenido en su vida artística –los focos y los aplausos son sólo el resultado– la ha tenido en su disciplina íntima y sólo así se explica que haya tenido una carrera profesional tan larga.
Ha sido el artista latino que más discos ha vendido, el cantante español más conocido y querido en el mundo. En España le hemos tratado, como solemos hacer con nuestros genios, con burla y desprecio, y lo hemos convertido en una caricatura de sí mismo. Tal vez por ello ha vivido poco entre nosotros en los últimos años, y ha cantado todavía menos en nuestro país. En Estados Unidos, en Sudamérica, en el Oriente próximo y en el lejano, en Israel, en Rusia, en Japón y en Australia ha sido siempre una estrella venerada, un ídolo para muchas generaciones y ha presumido de ser español donde ha ido. En los años más delicados del proceso independentista, sus actuaciones en el festival de Cap Roig de Calella, en Cambrils o en el Palacio de Pedralbes de Barcelona –siempre de la mano del empresario Martín Pérez– fueron de lo poco que quedó en pie de la mejor España en Cataluña, un enclave de consuelo y esperanza para los que tan desamparados nos sentimos, tan extraviados.
Ana Belén explica que gracias a Julio fue obligatorio que los camerinos de los artistas tuvieran ducha, y que sin un artista de su repercusión los cantantes españoles habrían tardado mucho más en conseguirlo. En su legendaria generosidad ha cantado y grabado con todo el que se lo ha pedido. En su grandeza y su universalidad se lo ha pedido todo el mundo, desde Frank Sinatra hasta Luciano Pavaroti, pasando por Andrés Calamaro, Sting, Charles Aznavour, José Feliciano, Barbara Streisand o Joaquín Sabina, por citar sólo unos cuantos, seguramente los que a mí más me gustan.
Julio no se retira como no se retiraron la Reina de Inglaterra ni Juan Pablo II. Julio no es un pordiosero de patéticas giras de recaudación y despedida. Julio es nuestro, Julio somos nosotros y estamos en la vida y estamos en la guerra hasta el último suspiro. El silencio es más elegante cuando no se puede decir nada. El silencio cómplice, la estrecha cercanía de siempre aunque sea en la distancia. Julio nos cuida y nos vigila y no ser retira y hasta el último instante que le sea concedido luchará por subirse de nuevo a los escenarios. Éste es el instinto, ésta es la fuerza, ésta es el deber de los hombres libres. Si no puede ser, cualquier madrugada nos despertará una alerta del iPhone. Al verle de nuevo en su taburete mítico o ya sólo en las fotografías de las portadas de los periódicos de todo el mundo pensaremos exactamente lo mismo: que siempre ha sido uno de los nuestros, que le debemos una parte sensible de lo que somos y hacemos y que no nos ha abandonado nunca.