Barcelona tiene un problema con la concepción del lujo aun cuando intentan realizarlo compañías extranjeras y para clientes extranjeros. Hay una dificultad telúrica, casi espiritual para entenderlo en las cosas o en la formalidad en la vestimenta y sólo se entiende en el talento, en la Gracia. Las coctelerías y restaurantes más novedosos, y si no es pedante decirlo, vanguardistas, enseguida encuentran su lugar en esta ciudad ansiosa, mágica, como el hijo inquieto de la madre que es un testigo, que es un guerrero y renuncia a su impulso de salir corriendo. Pero resuelta esta angustia creativa, una vez encauzada, Barcelona parece no necesitar más y se despreocupa de los cuidados.
El Hotel Juan Carlos I, que por chantaje de la exalcaldesa Ada Colau se vio obligado a renunciar a su nombre y hoy ya reformado se llama Torre Melina, en homenaje a la masía del siglo XII en cuyos terrenos se encuentra, se ha tomado en serio el intento de ser la primera experiencia de lujo en la ciudad. Tan en serio que ha invertido alrededor de 80 millones de euros en los trabajos de mejora.
La primera decisión que llama la atención, muy acertada, ha sido no reclutar sólo a chicos jóvenes y bellos sino a buenos profesionales que conocen el oficio y a sus clientes. En los restaurantes de futbolistas y semipús puede resultar interesante que el servicio parezca parte de lo consumible. En establecimientos que se pretendan de alguna calidad y estilo el servicio tiene que basarse en la interacción eficaz, amable e inteligente. Torre Melina ha conservado gran parte de los camareros previos a la refundación y que conocen la casa y la sienten como suya. Especialmente en el desayuno, que es por donde empieza la experiencia de tu día en el hotel, el servicio es resolutivo sin perder la calidad, exacto pero umbilical, no para que te sientas como en tu casa, lo que sería una manifiesta estafa dadas las tarifas del albergue, sino para que te sientas en tu casa y lamentes como pocas cosas en tu vida el día que tengas que marcharte. Éste es el espíritu.
Los jardines frente al espacio del desayuno han sido recuperados con gusto. Ponen cara de ser mirados, como las rosas de los Cuartetos de Elliot y proporcionan calma y silencio a cinco minutos del gran tráfico de la ciudad. La naturaleza ordenada, limpia, que huele a mañana despreocupada de la infancia en casa de abuela que tuviera jardinero y señoras de la limpieza, ama de llaves, las planchadoras, y la camarera que llegaba luego. Sin excesos decorativos, tan molestos, Torre Melina ha sabido en sus jardines captar lo que Dalí llamaría “el aire de las Meninas”: la esencia de lo que importa y transmitirla con justa mezcla de generosidad y esa contención de quien sabe lo que está haciendo y no necesita demostrarlo. La piscina para los huéspedes es sobria y sexy, sin ornamentaciones sobreras, hija del menos es más, con un discreto pero muy agradable bar inteligentemente situado justo en la zona en la que una brisa más fresca suele pasar.
En el otro lado del jardín, el que queda más cerca de la entrada, la vegetación es más densa y el gran estanque –antes solía haber dos cisnes y algunos patos– da personalidad al espacio pero hay que fumigar (y no se hace) para evitar que los clientes acaben siendo la cena de los mosquitos. Son detalles que pueden parecer difíciles y caros de resolver, y lo son, pero a la larga marcan la diferencia. El lujo está en los detalles y muere también el los detalles -en los detalles de sordidez. Para continuar con Dalí, y por dar un contenido algo cultural a la experiencia, estaría bien no sólo que se recuperaran los cisnes en el estanque sino que de noche se iluminaran como hacía el pintor en Portlligat poniéndoles un collar de lucecitas. Una vez más, detalles que no son sólo detalles.
Está bien resuelta la parte de jardín dedicada al chiringuito Beso, con su terraza y su piscina de acceso al público previo abono de una módica cantidad que ronda los 40 euros. Es verdad que el lujo pierde un poco el hilo en este contexto para ceder a la gente con más dinero que sensibilidad e ideas, pero digamos que es una manera aceptable de hacer un guiño a lo comercial y lo masivo, tanto de dentro como fuera del hotel y en los primeros días y sobre todo noches del verano el éxito ha sido total.
En el interior, el hall diáfano es poderoso, atractivo, embriagador. El restaurante Erre, de Errechu, dirigido por Íñigo Urrechu, con los chefs Pere Nacarino y Víctor Marles, tiene una atractiva decoración como del restaurante Noti, que ocupó la serie del noticiero universal. La brasa es la protagonista de una cocina que brilla más en el producto que en las creaciones. Los entrantes son mediocres, rebuscados, aparatosos, con menos interés que precio, a veces con mucho menos interés, y desmienten la preocupación de la casa por la materia excelsa cuando a finales de mayo te dan platos con presunta trufa que resulta ser una mezcla de corcho insípido azuzado por aromas sintéticos de supermercado. Cuando en cambio la cocina se toma en serio a sí misma y usa las brasas para sus magníficas carnes y pescados, no hay reproche que se le puede hacer y todo brilla a un nivel de asador notable. No es un restaurante barato, pero evitando las trampas de los primeros y yendo directamente a las grandes piezas, uno puede salir muy satisfecho y sin la sensación de haber sido atracado.
En los bares del hall la coctelería es algo pretenciosa y podría considerarse abusivo el precio de algunos cócteles en relación con su resultado tan inconcreto. Además, las distintas barras crean algo de confusión, porque nunca sabes exactamente cuál está abierta o cerrada y y todas ellas sucumben a una decoración un tanto excesiva para complacer a un público que desde luego no ha sido educado en nuestros cánones. Torre Melina y Meliá disponen del espacio y los recursos para obtener la mejor coctelería de Barcelona y ahora mismo se pierden en una indefinición algo molesta porque se ve lo que podría ser que todavía vuelve más irritante la inanidad de lo que actualmente hay. También es cierto que los hoteles tienen un proceso de adaptación cuando abren o reabren y que estos errores pueden ser corregidos sin demasiado estrépito si hay un propósito firme de la casa por hacerlo y una idea válida que implementar.
Barcelona tiene por primera vez en mucho tiempo un Hotel de primer nivel mundial que puede convertirse en un punto de referencia no solo por su espacio y su naturaleza, sino por sus bares y coctelerías si hacen el pequeño esfuerzo de concentrarse en lo que saben hacer, explicarlo bien y no intentar disimular con inútiles disfraces, lo que la realidad no da.