Por motivos que no vienen al caso, pero que darían para otra columna, hace unos días tuve que coger un avión Madrid-San Sebastián. Era 26 de diciembre y recuerdo que me sorprendió lo vacía que estaba la T4. Supongo que el día después de Navidad es uno de esos con una nube encima, en los que no pasa demasiado. Se empeñan en que el ‘Blue Monday’ tenga una fecha cuando, sin tener un nombre así, el 26 de diciembre o el dos de enero están ahí con su apatía histórica. En fin, que ni tuve que hacer cola en esa humillación personal que hemos aceptado sin rechistar y que se llama control, me comí un discretamente vulgar bocata de jamón en un Más Que Menos y me dirigí a mi puerta de embarque para tomar un avión que me llevaría al aeropuerto de Hondarribia, que por tener, no tiene ni cafetería.
Estaba preparando mi DNI y esperando a que llamasen al Grupo tres, cuando lo vi. Lógicamente, él entraba el primero al avión. Alto, con su tupé aguantando estoico el paso del tiempo, con la delgadez de quien envejece con estilo, enfundado en un traje seguramente hecho a medida, ahí caminaba Loquillo, ajeno a los tres ó cuatro tipejos que nos mirábamos asintiendo, como si confirmásemos que era él con otros. Se puede ser insensible a muchas cosas, pero a todos nos gusta ver a un famoso. De hecho, el tiempo que pasó hasta que pisé el avión lo invertí en mandar mensajes de WhatsApp contando que Loquillo iba en mi vuelo. Nota al pie: a los que nos aterra volar, nos da algo de calma pensar que un famoso viene en el avión, como si así fuese menos posible que se cayese. La de gilipolleces que produce el pavor, ¿verdad?
Saludado el personal de vuelo, me debatía entre si decirle un “¡Dale, Loco!” a Loquillo o, simplemente, mirarle callado, como quien está acostumbrado a tratar con famosos. Me decanté por la segunda opción, para gozo de la decencia. Así que ahí estaba sentado Loquillo, en la primera fila del avión, junto a la ventanilla. En un segundo lo radiografié. Vi que miraba al frente, sabiéndose observado por todos los que entrábamos y disimulando como cuando evitas saludar a alguien por la calle fingiendo que miras al infinito. Le quedaba bien ese traje, ajustada la chaqueta y como un guante el pantalón, cuyas perneras se levantaban ligeramente, dejando ver unos calcetines de rombos muy mejorables y una tirita en la espinilla derecha. Sí, una tirita.
Loquillo llevaba una tirita en su pierna. Un tipo duro como él, con ese carácter indomable, usando una tirita. No sé por qué me enterneció tanto verlo así. De repente, el artista bajó a la tierra, se humanizó, desdibujó su halo. Idealizamos a los famosos, pero al final no son sólo tan mortales como nosotros, sino que también están repletos de cotidianidad, de la vulgaridad del día a día. Toman Gaviscol, desayunan Actimel, se cepillan los dientes y también usan tiritas, como el resto. Se me ocurren pocos elementos más democratizadores y humanos que esa tirita que llevaba Loquillo en su pierna. Volamos tranquilamente hasta San Sebastián, aterrizamos en esa pista liluputiense e intenté buscar al Loco entre la multitud, pero ya se había marchado como un Cadillac solitario.
Feliz lunes y que tengáis una gran semana.