Tras la campaña de recogida de libros de un pueblo turolense llamado “Libros”, otro municipio –en este caso de Cádiz y no se llama “DVD de la Sierra”, ni “Películas” ni nada– va a hacer una gran videoteca con DVD desechados por la gente. Da un poco de pena tirar a la basura productos originales, ya sean del género literario, musical o cinematográfico. Pero a la vez todo el mundo es consciente de la inutilidad de acumular objetos que son un imán para el polvo y para los que, quizá, ni siquiera contemos con el aparato reproductor adecuado. Por una parte, piensas “aquí hay mucho dinero gastado”. Lo mismo pensaron los que en los ochenta compraron una yogurtera o una licuadora que no usaron jamás, pero en el caso de objetos culturales suele existir un vínculo emocional ajeno a aquellos electrodomésticos
Dejando fuera del debate a aquellas enormes tarrinas de CDs o DVDs que contenían centenares de títulos descargados ilegalmente, que por cierto tienen una segunda vida tras el reciclaje así que mejor llevarlo a un punto limpio, siempre hay una historia detrás de un disco compacto o película que un día ocupó un lugar preferente en una estantería.
Otra cosa es que en esa balanza donde sitúas a un lado los recuerdos y en el otro el sentido común, el platillo en el que reposan las emociones resulte mucho más ligero y pierda la batalla. Hubo un tiempo en que gastarse 20 euros en un CD o DVD era una apuesta personal, una elección entre miles de títulos, querer tener en propiedad aquella película que nos había emocionado en la sala de cine, tener acceso a entrevistas o contenidos extra. Todo tenía una singularidad ritual.
En el caso de la música, el CD –nuestro CD– era escuchado una y otra vez, disfrutando cada canción, esperando que todo el disco fuera tan bueno como los dos o tres singles que habían donado ya en las emisoras de radio, analizando todos los detalles, manoseando el librito con las letras… Discos y películas estaban vinculadas a momentos concretos de nuestra vida o a las personas que nos regalaron o a quién prestamos ese CD.
¿Tenemos ahora una relación similar con las obras musicales o cinematográficas que vemos? Claro que no. Cambiamos de canción, de artista y de género sólo pulsando un botón o dando una orden verbal. No sentimos que hemos pagado por esa música ni que nos pertenezca, simplemente somos fríos usuarios de un servicio no orgullos propietarios de una creación original. El usar y tirar de la moda barata tiene su reflejo en la cultura.
Durante un tiempo, zonas rurales con una pobre conexión a internet seguirán viendo sus películas en DVD, como en ese pueblo de Cádiz que, por cierto, se llama Puerto Serrano. Hay películas en bibliotecas, colegios y centros sociales. Pero el desplome del formato físico es inevitable. El consumo de DVD cae un 20% en tres años en países desarrollados. Por una cuestión de nostalgia vintage o afán coleccionista, los vinilos superan por primera vez a los CD tras 35 años de dominio del compacto digital. He tenido que meterme en la web de la FNAC, que no piso desde hace dos décadas, para saber que, a día de hoy, un CD o DVD puede costar unos 15 euros si no es una edición especial. No es mucho, pero no lo pagaría.
Y eso que hay razones objetivas de sobra. Por ejemplo, la calidad de la música es muy superior, ya que los mp3 eliminan muchos registros para poder comprimir las canciones y un Blue Ray no se puede comparar con un streaming básico, pero todo ha cambiado y no soy un melómano.
También era muy entrañable grabar, una a una, en una cinta virgen TDK un mix de canciones para la persona que te gustaba y escribir los nombres de los “hits” con buena letra y unos corazoncitos, pero eso murió como la yogurtera.
Lo peor con diferencia es que un libro, CD o DVD era un regalo recurrente y socorrido para cualquiera en Navidades o cumpleaños y ahora sólo puedes regalar una suscripción de seis meses a Netflix, HBO o Filmin con una tarjetita de plástico dentro de un cartoncito de colores. Vaya mierda.