Tete estaba sordo de un oído. Y ciego. “Vicentet” era blanco. Tres buenas razones para impedir a cualquiera convertirse en druida del jazz. Pero no para el porqué odiaba sentirse impedido. Tete Montoliu tenia muy mala hostia y una pulsación que percutía sobre las 36 teclas negras y las 52 blancas, y que lo convirtió en el único blanco europeo que sonaba como un negro.
Solo al blues y, a su hijo predilecto, el jazz se le permite hacer distinciones entre negros y blancos sin rozar el racismo. Tete sabía todo eso.
‘Round About Tete‘. Una mirada coral a la vida y obra de Tete Montoliú, apuntala el mérito de Libros del Kultrum en su compromiso para explicar lo que se oye y divulgar lo que se debe escuchar. Su autor, el productor, Pere Pons Macias recopila a lo largo de 400 páginas testimonios de gente que le amó y le sufrió y el talentoso saxofonista Paquito D’Rivera se sopla la introducción. “Pues mira que te perdono que me llames gallego, hijo de puta, pero si me llamas español te estrangulo”, cuenta D’Rivera que Tete le contestó una noche en un garito durante el Festival de Montreal, cuando Paquito le dijo: “¡Toca un pasodoble gallego!”.
Montoliu era catalán de principio a fin y culé a todas horas. Tantas y tantas veces se contó la anécdota de que escuchaba la narración radiofónica de los partidos del Barca mientras tocaba y que una noche se le escapó un “¡Gol!” de su equipo y siguió tocando. No he logrado saber si fue en el Central o en otro garito.
Llegó a militar en Convergencia, en aquellos años en los que se estilaba poner nombres de famosos en las listas para conectar con el pueblo, pero afortunadamente para los aficionados no llegó a salir. “Soy del ala izquierda de Convergencia”, dijo en alguna entrevista.
“Tete emergió de aquellas catacumbas en el comienzo de la reconstrucción de la razón democrática, en los años sesenta”, escribió sobre él Manolo Vázquez Montalbán, “Barcelona estaba creando un tejido social parademocrático, y aquel pianista de jazz, blanco y ciego, sin una declaración explícita de rebelión, significaba un elemento añadido a la fotografía de la poquedad cultural”.
Para el añorado Cifu, querido por aquel Jazz Entre Amigos de la segunda cadena, “una de las grandes virtudes de Tete era la capacidad para hacer feliz a los que tocan con él y al público al mismo tiempo”. Nunca sabia lo que tocaría cuando subía al escenario. La improvisación y la técnica las llevo hasta el final. Tan solo en su último concierto, ya enfermo, en el Palau de la Música, si que quiso ordenar el repertorio. Aquella noche le acompañaron las melodías de Dexter Gordon, de Monk, de Coltrane, de Dizzy.
Montoliu, que lucía las pajaritas y las gafas grandotas como nadie, mantenía un nivel de exigencia superlativo. “La música se toca y se deja, y sino mejor dejarla quieta y no molestarla”, decía. Tete era temido y deslenguado. Cuando un músico no lo hacía bien o a él no le gustaba se lo afeaba a las claras, sin diplomacia, sin medias tintas. Delante de todos. “¿Sabes cuantas veces me he ido yo llorando a casa para llegar aquí?”, le contó a su biografo.
Todos reconocían en Tete su inmenso talento pero muchos acabaron con él regular. El médico, periodista y biografo Miquel Jurado lo contó muchas veces. Jurado retrata al pianista como un virtuoso hecho a sí mismo, desconfiado, al que los profesores en la Cataluña en los años 30 no querían enseñar porque era ciego. Un hombre al que la sordera progresiva lo asustaba y le agriaba el carácter. Sufrió también las bromas de sus compañeros de colegio que le dejaban en el último peldaño de la escalera para que tropezase. “¿Qué hago yo si me quedo sordo y ciego? El día que me quede sordo y ciego me tiro por la ventana”, llegó a decir. De haberse quedado inútil hubiese sido para Tete el infierno en vida, y quizá por eso se convirtió en alguien extraordinario. Pero eso no pasó. A pesar de llevar un audífono de última generación su sordera fue progresiva e influyo definitivamente en su carácter hosco, no apto para todos.
El anecdotario del libro es abundante. Como aquella vez que evitó encontrarse con el pianista Michel Petrucciani en Bruselas. “Espero no encontrármelo porque no sabría como reaccionar”. Imaginese el lector a Tete ciego y medio sordo y a Petrucciani, inválido, con apenas un metro veinte de altura, al que cuando no caminaba con muletas, le llevaban en brazos.
El inmenso Tete que se vino arriba porque Woody Allen había filmado una escena de Hanna y sus Hermanas en una tienda de discos frente al apartado con sus grabaciones. “Ayer me reuní con Woody (…) Lamentablemente me dijo que no recordaba a Tete Montoliu ni a su música (…)”, confirma en el libro Conal Fowkes, director de la banda de jazz de Allen. Tete no se enteró. Montoliu no se atrancó con la desmemoria de Woody le dedicó una de sus composiciones Blues for Woody, a pesar de que nunca fue reconocido como compositor sino como intérprete.
Lo que nadie le pudo quita a Tete es que por azares sus discos estuviesen siempre cerca de los de Thelonius Monk, su admirado maestro, al que la letra M de su segundo apellido siempre le tuvo cerca, al menos en las tiendas de discos.
Montoliu fue un mujeriego impenitente. Dicen que en sus últimos años llegó a pedir la mano a cuatro mujeres de forma simultánea. Nada que pueda sorprender en la bohemia del jazz. Casado en primeras nupcias con la bolerista negra cubana Pilar Morales que en los años cincuenta había emigrado a la España de Franco para abrirse camino, a lo largo de su carrera fueron varias las mujeres que compartieron con él vida y también oficio, porque a menudo su pareja fue también su representante. A uno de sus representantes lo despidió así: “Te estoy muy agradecido, Antonio, por todo este tiempo que me has dedicado pero tu ya comprenderás que a la hora de compartir la suite de un hotel prefiero hacerlo con Montse que contigo”.
Como buena figura dibujó y le dibujaron su leyenda, siempre dentro del Be Bop, el estilo en el que militó. Su paso por el Café Central el verano del Mundial 82 salvó al garito madrileño. Y cuentan que tenía un código en el piano, una melodía, que tocaba para cuando quería que le acercaran un whisky, su bebida favorita.
Su fama de manirroto era grande y sus managers evitaban contarle el caché del bolo para que no se lo gastase. “Podía fundirse medio millón de pesetas de la época en una noche de fiesta”. A su velatorio fueron Pascual Maragall y Jordi Pujol y recibió la Cruz de San Jordi, aunque muchas veces no encontrase quien le contratara.
Yo a Tete lo quiero mucho, sin haberle conocido, así que nada de objetiva tiene esta columna. Lo siento cerca. Su sonido es refugio cuando sopla fuerte el lebeche. Se murió el día que nació mi primera hija, qué más puedo decir.