Perico nació Pedro, pero antes de tener DNI ya era Perico. Ahora ya no tiene ni DNI, y ni siquiera sabe bien quién es, ni dónde esta. Lo perdió todo entre un choque de autos, una tonta pelea nocturna, una heladería italiana y unos cuántos días de Levante caprichosos e interminables.
Recuerda Perico que la última vez que vio su identificación la llevaba en la boca, atrapada entre los dientes, como una rodaja de lima esperando un trago de tequila. Es sólo un fotograma que le vuelve en sus ratos de soledad, que son últimamente todos. Recuerda como un flash, sintió después un crash y luego un puñetazo. Un golpe duro contra el suelo y una sirena. Cuando recuperó la consciencia había perdido también su patente de conducción. Una jueza sin sentimientos le había arrebatado lo poco que le quedaba, al menos para los próximos seis meses; para el resto de su verano y el triste otoño que se aproximaba.
Tengo que confesarte que al inicio de sus vacaciones a Perico le había levantado la novia el chaval que vendía conos de helado frente a su apartamento playero. No debió dejarle a Romina que bajáse la basura tan a menudo. Con tantos vientos cálidos, ella solía salir guapa y ligera de vestimenta y el encargado de la heladería siempre tenía algún manjar cremoso y frío; restos de una buena noche comercial que se cotizaban de madrugada como dulce ofrenda romántica. Y Romina se derritió y acabó fácilmente lo suyo, que casi empezaba, con Perico.
Perico ha decidido hoy venirse andando a la playa. Sólo, sin DNI, sin patente, sin novia y sin hielo pues hace un par de noches se le apagó el frigo definitivamente. El arrendador no le responde al teléfono y no se hará cargo de nada “hasta el fin de la quincena”, como repite entre risas en la grabación del contestador de su móvil.
No ha tenido suerte tampoco hoy al colocar la sombrilla. Un golpe de viento le ha dado la vuelta violentamente a su parasol dejándolo como un paraguas encebollado que pide acceso VIP al contenedor de la esquina. En el fragor de la ventolera y defendiéndose de los granos de arena que le atacan como metralla, Perico ha perdido también su sombrero. Le ha abandonado volando hacia el agua, como su identificación, su patente, su coche, su novia, su nevera y su sombrilla. Una señora gorda y fea en top-less lo ha rescatado. Una sonrisa del espécimen y recuperar su sombrero mojado lleno de arena es lo mejor que le ha pasado en muchas horas, o quizás en días.
Perico intenta leer el periódico pero se le vuelan varias hojas que salen volando como espantadas gaviotas. Unos niños jugando le tiran arena en el pelo y otro le golpea con un balón de reglamento en la cara. Grupos de playeros le rodean con neveras, música alta y tiendas portátiles. Alguien enciende un porro alrededor. Como buen exfumador lo detecta y se deja llevar por los efluvios que le trae el viento. Cierra los ojos. Fumar mata, es lo último que piensa antes de dejar su mente completamente en blanco. Una huracanada brisa de viento de Levante escalofría su espalda y Perico se despierta alertado por un montón de ruido a su alrededor y muchos gritos de alerta: “¡cuidado, cuidado!”
Abre los ojos Perico a la vez que siente un fuerte pinchazo en su nuca y alcanza a ver un palo de sombrilla que le sale por la boca. Una estocada mortal que le deja como un espeto de sardina, una Gilda sin anchoa ni aceituna. Y ya no puede ver ni pensar más.
La noticia apareció en todos los periódicos locales y en algún noticiero regional: “Un triste hombre no identificado muere empalado por la nuca al volarse una sombrilla playera”. El Levante es así de caprichoso.
* Ricardo Fraguas es Director general de Mirto