Dice el refranero popular eso de que “el cementerio está lleno de valientes”. Pues bien, hoy he venido aquí a ciscarme sin pudor en esta frase que no hace otra cosa que premiar a los más cobardes. Pocas cosas me dan más rabia que esas sentencias destinadas a que aflojes, quizá sólo la costumbre de decir “por último, pero no por ello menos importante”. Si es verdad que el cementerio está lleno de valientes, ese es el lugar en el que yo algún día quiero morir.
Con el mundo lleno de gente que mueve la pelota como en Los Simpson cuando se burlaban del fútbol, de personas que se ocultan en el mullidito abrigo de la masa, ¿qué demonios hacemos metiéndoles el miedo en el cuerpo a quienes quieren hacer cosas? Sospecho que quien se inventó eso de que “el cementerio está lleno de valientes” era precisamente alguien que representaba justo todo lo contrario, de esos que confunden prudencia con inoperancia, cautela con inmovilismo.
Mi experiencia propia me dice que las veces que más cerca he estado de morir (figuradamente, por supuesto) son en las que he renunciado a la valentía. Cuando, movido por el miedo, he comenzado a sobrepensar, a anticipar lo que el otro va a pensar, a presuponer consecuencias, he empezado a oler tierra húmeda. La valentía suele ser buena consejera. Que se lo digan a Carlos Alcaraz, lanzando dejadas de fantasía y de partido con los amigos en los momentos más importantes de Wimbledon.
Está manida la historia, pero la gente de Ben & Jerry’s hace un funeral a todos sus sabores fracasados, que yo lo veo también como un homenaje a todos los que se atrevieron y aprendieron con ese proyecto. Porque los valientes no son suicidas, sólo son gente que confía ciegamente en lo que hace, tanto como para asumir que, si se equivocan, el refranero deseará abandonarlos para que les devoren los gusanos. Sin embargo, somos muchos los que cada día les cambiaremos el ramo de flores. Porque si hay que morir, esa es la manera.
Feliz lunes y que tengáis una gran semana.