A la edad de trece años –catorce si tiene suerte– seguramente su hijo o hija ya tenga un teléfono móvil como prolongación de su brazo. Será su posesión más preciada y también protagonista de las discusiones más acaloradas en casa. Quizá en este siglo XXI, en lugar de los cambios biológicos que experimentan sus cuerpos la verdadera frontera entre la niñez y la adolescencia la marca el conseguir un teléfono propio con datos y tarjeta SIM.
El inicio de la enseñanza secundaria, y el posible cambio a un instituto distinto al colegio donde cursó primaria, casi obliga a tener el dichoso teléfono, puesto que en muchos casos comenzarán a ir solos al centro educativo. Pero si se trata de poder llamar ante cualquier incidencia, ¿no podría ir con un móvil que hiciera llamadas, sin datos, mensajería rápida o redes sociales? Claro… pero no.
Cuando sus amigos y amigas empiecen a comunicarse por WhatsApp, por ejemplo, para quedar o comentar algo y su hijo o hija no entre en esos grupos se convertirá en un paria social, un apestado, no sabrá dónde y cuándo han quedado para ir a un centro comercial o al cine, se perderá entre las bromas y las conversaciones… Así que demos por hecho que, salvo pertenencia a algún tipo de secta religiosa que reniegue de la tecnología, antes de los catorce-quince años niños y niñas están “movilizados”. Acéptenoslo y esperemos que la edad de inicio se estanque en ese rango y no baje más allá de los doce años.
Antes de entrar en materia en futuros artículos, hablemos de aquellos padres/madres de los amigos de su hijo/hija a los que usted, lector, va a empezar a odiar, incluso aunque no los conozca. Se podrían definir como los de la triple “i”: son irresponsables, inconscientes e inexpertos en el manejo de la tecnología a partes iguales. Y lo peor es que esos hijos alejados de la más elemental disciplina digital influirán sobre el resto de los chicos y las chicas. Por hacer un paralelismo con la vida analógica preinternet, esos hijos serán como aquel amigo cuyos padres nunca sabían a dónde y con quién iba, que no le ponían hora de llegada, el que nos traía una botella de whisky o una revista porno que andaba por su casa y que nadie iba a echar de menos. No tenían por qué ser malos chicos, simplemente sus padres no ejercían como tales.
Si cuando usted decida comprar un smartphone a sus hijos se limita a dárselo sin más estará actuando igual que si le regalara un coche sin frenos con el carné de conducir recién sacado. Si le importa un poco su familia empiece por instaurar unas normas muy firmes de uso y supervisión del dispositivo. Las aplicaciones de control parenteral son esenciales: a qué se puede acceder y a qué no, los tiempos de uso, etc. En resumen, control total del nuevo móvil desde el terminal de un progenitor. Y por supuesto nada de dormir con el teléfono encendido en la mesilla de noche.
Eso funcionará bien los primeros dos años si, sobre todo, nuestros hijos tienen la sensación de que sabemos lo que hacemos, sabemos de lo que hablamos y sabemos poner límites. No son adultos, no son maduros, tenemos una oportunidad de sembrar y de educar que evite problemas a futuro.
Si no ha pensado nunca en todo esto, si no le suena “Family link”, si nunca ha entrado en TikTok ni Instagram, si no sabe manejar bien su propio smartphone lo que le contaré en las próximas semanas le va a revolver el estómago.