Siempre suelo decirlo: en cualquier otro siglo que no fuese el XXI estaría muerto. Caído en alguna guerra en la que previamente habría hecho lo posible por no participar, muerto de frío por mi incapacidad para encender un fuego o quemado en una hoguera, acusado de brujería. Tengo suerte de haber nacido en 1988 y de estar rodeado de gente que sí sabe cambiar una bombilla. En cualquier otra época, ya estaría bajo tierra, es una certeza. Lo pienso cada vez que, como este fin de semana, la realidad me supera y me golpea en la cara, por surrealista que sea.
De viernes a domingo he disfrutado de unos días de relax en una casa rural cerca de Segovia. Un hotel excepcional en una enorme finca por la que dar paseos y convivir con la naturaleza de la zona. Silencio para dormir, tranquilidad para tomar la cervecita, honesta comida tradicional y todo lo que se necesita para descansar, en resumen. Como el sitio en cuestión está algo alejado de la población, debes coger el coche si quieres visitar algún pueblo cercano. Nosotros decidimos hacerlo el sábado a mediodía, con la intención de comer chuletillas de cordero en un restaurante de la zona.
Ya lo había avisado, en cualquier otro siglo estaría muerto. Es por eso que abuso del GPS, ante mi incapacidad para orientarme dignamente y, la verdad sea dicha, por el miedo a perderme. Sin embargo, esta vez la tecnología me traicionó, dado que reconoce caminos, pero no sabe si están cerrados por vallas candadas. Así, decidió enviarme hacia la izquierda en un cruce en vez de al acceso de la finca, con lo que comenzó el periplo en la selva. Resulta que, como decía, el estrecho camino se cortaba al de dos kilómetros en el acceso a otra finca colindante. Como buenamente pude, di la vuelta al coche, tras un centenar de maniobras, y empecé a desandar el camino. Hasta que, al girar una curva, aparecieron siete caballos en medio de la senda.
Al principio, lo gestioné con razonable frialdad. Pensé: “Si me acerco poco a poco, seguro que se apartan”. Actué en consecuencia, aproximándome a apenas cinco kilómetros por hora hacia los animales, que parecían hacer caso omiso a mi coche. Me perturbaba que no estuvieran cruzados sobre la carretera, sino mirándonos frontalmente. De repente, estaba ya a apenas medio metro de los caballos, así que paré el coche. Di marcha atrás y volví a acercarme, pero lo mismo. No se movían. O lo que era peor, nos escudriñaban y poco a poco se pegaban al coche. Una preciosa yegua marrón con una cría era la que dirigía el cotarro y fue la que abrió la lata pegando la cabeza al coche, dando pequeños golpes y chupando el respiradero. Los otros caballos la copiaron.
En ese momento, el coche olía a sobredosis de Dulcolaxo. Llamamos a los propietarios del hotel y de la finca para pedirles consejo; tras seguirlo, para pedir que nos rescatasen. Ahí los caballos rodearon el coche, asomando su enorme boca en los cristales de piloto y copiloto. Algo me recordó a Luis Zahera y a su hermano en As Bestas. Pensé en lo humillante que sería terminar las cosas de esa manera, doblegado por unos caballos, ni siquiera siendo capaz de sobrevivir en un siglo que me era más propicio. Cuando ya estaba todo perdido, cinco minutos después, los animales decidieron dejarnos pasar, invitación que aceptamos prestos. Todo había quedado en una anécdota. Pero, ¿no se limita lo mejor de la vida exactamente a eso, a las anécdotas?
Unos cientos de metros después nos encontramos con el dueño de la finca, que venía a rescatarnos. Su amabilidad no podía ocultar lo que decían sus ojos, detrás de sus gafas. Yo los leí como si lo estuviera deletreando: “Tienes suerte de haber nacido en este siglo, capullo”.
Feliz lunes y que tengáis una gran semana.