Hace ahora tres décadas, era 1983, veían la luz dos películas tan emblemáticas como ridículas a los ojos de los jóvenes de hoy, la tercera parte de Superman, dirigida por Richard Lester y con la saga cayendo en picado, y Juegos de Guerra (John Badham), aquella con Mathew Broderick como un hacker adolescente que casi provoca una guerra nuclear. Son dos cintas donde pudimos ver, asombrados y crédulos, lo que podía conseguir un programador de ordenadores. En la del superhéroe de capa roja y calzones por fuera, un potentado informático se ponía al servicio del mal y el mundo se volvía loco. Así, con un Superman de doble personalidad, nos mostraron por primera vez en pantalla grande cómo se pueden manipular cuentas bancarias o satélites meteorológicos. En la otra, Juegos de Guerra, un ordenador que controla los misiles nucleares de Estados Unidos en la guerra fría se cree que está jugando a un primigenio videojuego y casi llega la destrucción mutua entre las dos superpotencias, Estados Unidos y la URSS. Algo que, por cierto, casi ocurrió en la realidad, pero esa es otra historia.
Han pasado treinta años y el debate de estos días versa sobre si la programación debería ser una asignatura en las escuelas al nivel de matemáticas o inglés. Obviamente, tras aquellos hackers autodidactas de los primeros tiempos se ha alumbrado una generación de ingenieros y técnicos informáticos que se rifan las empresas. Ahora algunos países han puesto en marcha programas educativos a edades tempranas y algunos expertos postulan que las naciones que dejen de lado la programación como actividad curricular estarán condenando a sus jóvenes a estar en el lado malo de una cada vez más ancha brecha tecnológica, que estaremos cercenado oportunidades laborales a toda una generación. Ciertamente, que ya desde niños las nuevas generaciones dominen como usuarios todo tipo de software y sean mucho más hábiles que sus predecesores editando vídeo o fotos no debe confundir a los padres. Programar es otra cosa.
Resumiendo. Conforme la actividad humana, hasta en los campos más artesanales y artísticos, está mediatizada de alguna manera por una máquina, software o sistema informático parece conveniente y sensato aprender el “idioma” de las máquinas al igual que se aprende el inglés como la lengua de la ciencia o los negocios. Así podremos definir el futuro y que no sea la inteligencia artificial la que acabe marcando el paso a la humanidad. Para lograr definir el futuro debe haber cada vez más personas capaces de diseñar las funciones que puede ejecutar un programa, una app móvil, un ordenador…
Además, dar instrucciones por escrito –líneas de código–, determinar las opciones de comportamiento, las acciones que ejecuta el ordenador según el usuario elija tal y cual opción, todo ello desarrolla una suerte de pensamiento lógico que resulta muy útil en la vida cotidiana. Más de lo que pensamos. Quizá eso podría –buena noticia– estropear los planes de los políticos para convertir a la población en una dócil masa de individuos aborregados por las redes y distraídos en debates estériles. Otra evidente ventaja de los conocimientos informáticos es que te otorgan la libertad de crear tu propio software para desarrollar una aplicación innovadora, fomenta la creatividad, desarrolla el ingenio, puede hacerte rico…
Ahora llega el problema. Baño de realidad: una ínfima parte de los profesores están capacitados para impartir este tipo de materias, los políticos hacen y deshacen cambios en el sistema educativo, determinadas comunidades autónomas tienen sus guerras con las lenguas y con la alteración de la historia en función de sus intereses… ¿Entenderán que surgen nuevas necesidades desde su habitual cortoplacismo? Por cierto, detrás los informes de code.org y Deloitte, donde se defiende este gran cambio del sistema educativo, hay expolíticos profesionales y otras personas que llegaron a puestos decisivos en su día. ¿Qué hicieron ellos entonces?