En primavera de 2021, la Asamblea Nacional Francesa propuso prohibir legalmente los vuelos nacionales para los que existiera una alternativa ferroviaria de menos de dos horas y media. La iniciativa se remontaba al inicio de la pandemia de Covid-19, uno de los peores momentos de la historia de la aviación comercial en el que el gobierno galo apoyó sin fisuras al sector y especialmente a Air France, con préstamos y garantías, aunque ello estaba condicionado a mover ficha y olvidarse de operar en líneas entre ciudades donde ya existieran servicios de TGV por debajo de las 2,5 horas de punto a punto.
La decisión, pionera en Europa, la abanderó Jean-Baptiste Djebbari, ministro de transportes, cofundador del movimiento Jóvenes Con Macron y antiguo piloto de NetJets, una de las principales operadoras mundiales de aviación privada. El veto al sector y la cartera de transportes fueron luego a manos de Clément Beaune, asesor de Macron y autor de todos sus discursos relacionados con la política europea, que declaró sentirse feliz con la iniciativa. “Es un gran paso adelante, y estoy orgulloso de que Francia sea pionera en este campo”, indicó hace unas semanas al saber que la Comisión Europea dio luz verde para la implementación de una medida que toca de lleno a la movilidad y a un importante sector de un país de la UE: el transporte aéreo.
Todo lo anterior se argumenta en medidas de urgencia contra el cambio climático y la descarbonización. La aprobación de la medida por parte de la Comisión ha provocado un efecto contagio y desde otros estados ya se está planteando copiar la medida cuando Francia aun no tiene concretada la hoja de ruta de como implementar esta medida que aun sonando teóricamente bien por su motivación ambiental, es más política que efectiva. Y es que el porcentaje de de emisiones de CO2 que puede generar un vuelo corto es ínfimo en comparación con los vuelos de mayor recorrido o los intercontinentales, de los que la ley no habla.
En la hipótesis de que esta medida se implementase en España, las líneas afectadas serían aquellas que desde Madrid van a Valencia, Sevilla, Málaga y, casi al límite, Barcelona, pues entre ambas ciudades el tren más rápido tarda exactamente los 150 minutos que se consideran competitivos como para fulminar el avión entre estos pares de ciudades.
Antes de la irrupción del tren de alta velocidad entre diferentes ciudades españolas, el avión era imbatible para unirlas. La implantación de estos servicios ferroviarios, ahora con la presencia de tres operadores, han hecho disminuir de manera notable el uso del avión, que sigue teniendo su mercado, sobre todo para los vuelos de enlace al hub de Madrid-Barajas y para viajeros que siguen prefiriendo la situación de los aeropuertos o velocidad del avión para volar en lugar de viajar en tren.
Ha sido el mercado, y no las decisiones políticas, el que de manera natural ha hecho decrecer notablemente los pasajeros aéreos y los vuelos entre ciudades ya unidas por trenes competitivos en tiempo. Las aerolineas se han adaptado y ahora operan estas rutas con menos frecuencias y sobre todo con aviones más pequeños, de menos consumo y menores emisiones ya dentro de un sector que es una muy pequeña parte de las emisiones de efecto invernadero frente a otras industrias contaminantes.
La hipotética prohibición de estos vuelos no solo afectaría a los viajeros que se desplazan de una ciudad a otra, sino que los principales afectados serían quienes van y vienen de su principal hub (en el caso de Francia Paris-Roissy y en España Madrid-Barajas) pues los vuelos desde la ciudad de origen no podrían aterrizar en el aeropuerto donde tomar o llegar de un vuelo de largo radio o a otro destino no servido. Obviamente, estas personas que necesitan volar, pongamos, de Sevilla a Ciudad de México o de Valencia a Nueva York, tendrían que tomar un tren al centro de Madrid para desde allí cambiar a un tren de cercanías o un taxi y llegar hasta la T4 de Barajas. Ante esa tesotura no precisamente cómoda, seguirían volando desde San Pablo o Manises hasta su destino final, enlazando esta vez por Paris, Londres, Frankfurt o Ámsterdam. En resumen: el que vuela seguirá volando porque le es mas ventajoso.
Por otro lado, y no es menor, esta prohibición o veto a la aviación regional sería contraproducente para la industria, pues la experimentación de nuevos modelos de motores, combustibles e incluso de aeronaves se lleva a cabo preferentemente con aviones de corto radio, sobre los que están realizándose avances notables en la verdadera descarbonización del sector. No tiene nada que ver un avión de los 90 en aspectos como consumo, ruido y emisiones, con los aparatos de ultima generación y los modelos de 50, 70 o 100 plazas en los que se está trabajando.
Para ser coherente, la política europea para la aviación se tiene que mover hacia la producción de SAF (Sustainable Aviation Fuel) e hidrogeno verde. De hecho, Estados Unidos ya está en ello subvencionando ambos con la aprobación de la ley IRA (Inflation Reduction Act) si el plan europeo es que todos los aviones lleven un 10% de SAF en 2030 será mejor mover ficha que establecer prohibiciones. La clave es crear un ecosistema nuevo, trabajando por el, no vetando el existente. No hay que olvidarse por otro lado, que el tren, sobre todo en el terreno de construcción, mantenimiento y puesta en marca de infraestructuras, sea algo neutral, sino que tiene una notable afectación medioambiental.
Volviendo a Francia, en las próximas semanas, el gobierno de la ingeniera parisina Élisabeth Borne tiene previsto recoger las diferentes opiniones y sensibilidades sobre la nueva norma. Tras esta fase, el Consejo de Estado se pronunciará antes de que se vote la ley. Luego, la decisión deberá revisarse dentro de tres años, según el dictamen de la Comisión. Puede ser un cambio o finalmente quedarse en nada. Veremos.