Cuando la ficción literaria o cinematográfica nos muestra el futuro recurre a elementos que podamos contrastar con la realidad de hoy, por ejemplo, los transportes –coches voladores–, el urbanismo y la arquitectura –rascacielos– y también, en ocasiones, a la medicina. Estos avances biomédicos se resumen en manipulaciones genéticas de toda índole, miembros robotizados/biónicos –brazos, ojos…– o científicos enajenados jugando a ser Dios. Sin embargo, sin llegar a esos extremos, somos testigos de avances importantes con aplicación práctica hoy mismo. Antes de que venga a tratarle una enfermera robot o le inserten el brazo de titanio de Will Smith en “Yo Robot”, la inteligencia artificial (AI) aplicada a las ciencias de la salud da frutos, no tan espectaculares, pero que están salvando muchas vidas sin hacer ruido.
Por ejemplo, en el campo de la investigación básica o clínica mejora sustancialmente la capacidad de cruzar datos y estratificar a las personas conforme a muchísimos parámetros, hasta dar con biomarcadores que puedan ser un elemento propio de tal o cual enfermedad.
Las máquinas pueden asimismo –deep learning, machine learning– diseñar de forma autónoma nuevos modelos de ensayos clínicos que supongan que las complejas fases que atraviesa un medicamento hasta demostrar ser seguro y eficaz se aceleren bastante y, a la postre, se acorte el período de tiempo desde la probeta a la farmacia.
Por otra parte, la AI aplicada al puro acto médico también permite un diagnóstico más personalizado, pero en este capítulo cuesta pensar que un superordenador pueda suplir la intuición, la experiencia, la sensibilidad hacia el que sufre, identificar las mil y una caras del dolor físico o emocional, una mano tendida o saber escuchar. El día en que se pierda todo eso, esa humanidad del que sana y del que cuida, la salud será sólo una estadística más.
Incluso puede que una máquina, en el sentido más estricto de su pragmatismo, recomiende no tratar a una persona con una enfermedad terminal porque supone un desperdicio de recursos materiales y humanos que sí podrían aplicarse a una persona con más posibilidades de sobrevivir.
Pero independientemente de esas ideas, a caballo entre detestables teorías eugenésicas y lo que nos mostraban películas como “Terminator”, hay una tercera aplicación muy clara y que tenemos fresca en la cabeza, la salud pública. La inteligencia artificial es una herramienta interesante para explorar tendencias demográficas y trazar patrones de riesgo de expansión de una epidemia, por ejemplo a través de las redes sociales. Probablemente, tras el coronavirus se hayan sentado unas bases importantes para poder contener infecciones de todo tipo.
Pero dicho todo esto, vamos a dar un baño de realidad al lector. Sólo unas pinceladas. En España, existen 17 sistemas informáticos aplicados a la sanidad diferentes entre sí y sin interconexión. La política de personal es nefasta, todo regado por la incongruente realidad de la plaza en propiedad perpetua no relacionada con las necesidades de la sociedad, el perfil profesional adecuado. Eso por no sacar a colación el reciclaje de conocimientos. En general, muchos procesos del personal sanitario en el día a día están más cerca del siglo XIX que del XXI. Voy a exponer un ejemplo real. No es de hace tantos años. Un dato, la estancia en un hospital –no en una cama de UCI– puede suponer unos 700 euros al día. Hace, como decía, no tanto tiempo, en un gran hospital de Madrid, un hospital público de referencia, había pacientes que se quedaban el fin de semana ingresados en planta a pesar de que el médico determinaba que podían recibir el alta. ¿Por qué? Pues sólo porque nadie había bajado –quiero decir bajado físicamente, en el ascensor– el informe de alta a la planta donde se tramitaba. El resultado, casi 2.000 euros a la basura y un ser humano que no regresaba a su casa donde, supuestamente, prefiera estar antes que en una habitación de hospital.
Quizá estamos más lejos de lo que pensamos de esa medicina del futuro de la que muchos hablan.