El primer banco central del mundo nació en Suecia en 1668. El Parlamento y gobiernos suecos pronto descubrieron el incremento de poder que suponía controlar el valor del dinero de los ciudadanos, de las empresas y la cuantía de sus deudas. Rápidamente, la Gran Bretaña imitó la cuestión en una naciente City y fundó el Banco de Inglaterra. Tanto una como otro fueron pilares profundos del posterior expansionismo británico. Mucho antes, 1.800 años antes de nuestra era, Hammurabi ya inició la regulación de la actividad bancaria. En el universo mediterráneo, los cretenses de Trapeza desarrollaron el negocio financiero. Aceptaban depósitos y otorgaban préstamos a particulares y gobiernos, a las ciudades helenas. En Trapeza ya se realizaban transferencias sin mover moneda alguna, simplemente con la confianza en la palabra escrita. En la época de Pericles los atenienses se hicieron con los tesoros de la Liga de Delos y sus ciudades aliadas se transformaron en súbditas. El poder no solo está en la punta de la espada, también en el ábaco y apuntes del contable.
Uno de los debates más acalorados de la primera democracia moderna, los Estados Unidos, fue la formación o no de un Banco Nacional. Consumió décadas y esfuerzos. Al final, la creación de la Reserva Federal de los EE UU se demoró hasta el 23 de diciembre de 1913, cuando el presidente Wilson, en vísperas de la Navidad, firmó el acta de fundación. El nacimiento de la Reserva Federal supuso un delicado equilibrio, casi circense, entre las diferentes fuerzas políticas y los principales hombres de negocio y banqueros. Las reuniones preparatorias, auspiciadas por JP Morgan, se efectuaron casi en la clandestinidad, camufladas bajo expediciones de caza y en islas retiradas para no levantar suspicacias y no alentar a la oposición.
La Reserva Federal de los EE UU se alumbró en medio de una intensa desconfianza popular, ante la concentración de poder en Washington. No en vano, la sede de la FED está a escasos metros de la Casa Blanca. De ahí la necesidad imperiosa de que la FED fuera independiente del poder político, que se le aplicará también el “check balance”, que entrara dentro de los equilibrios compensatorios entre los diferentes poderes. Aún así, los inquilinos de la Casa Blanca siempre han intentado influir en sus vecinos y en sus políticas monetarias.
El poder e influencia de los bancos centrales ha ido “in crescendo” según se acumulaban las crisis financieras. Crisis financieras que, en parte, no todas, provenían de una escasa y fallida supervisión de los sistemas bancarios. La inflación de los años setenta o la estanflación de los ochenta agrandaron al ya, de por sí, gigante Paul Volcker. Su sucesor, Alan Greespan se convirtió en el Sumo Sacerdote del dinero. Pero sin duda, el más influyente y decisivo presidente de la FED fue el actual premio Nobel Ben Bernanke que tuvo que hacer frente a la última Gran Recesión financiera.
El Banco Central Europeo es un recién llegado al mundo del dinero centralizado y se levantó junto con el euro a imagen y semejanza de su primo norteamericano. El BCE tiene dificultades añadidas. A diferencia de la FED, el euro es una moneda reciente, aunque fuerte, la segunda divisa mundial. Pero cuando el miedo acecha, el billete verde, el dólar, es elegido como refugio. Y segundo, el actual presidente de la FED, Jerome Powell, solo tiene que lidiar con Joe Biden, que ya es. En el caso del BCE, su presidenta Christine Lagarde se enfrenta a los 19 países de la zona euro y cada uno tira para su interés. Incluso el Gobierno de alguno de los grandes socios, como Italia, ha llegado a cuestionar el papel y existencia del BCE. El tándem franco-alemán hace tiempo que tiene las ruedas pinchadas y España cuenta con una coalición gubernamental donde uno de los firmantes es claramente anti bancario.
La Guerra de Ucrania, la crisis energética, los cuellos de botella, los efectos que se arrastran tras el Covid-19 y la inflación han dejado a la economía europea al borde del tancredismo. Y aquí, como en todas las crisis, ocurre con los bancos centrales, el BCE eleva su poder y sus tipos de interés como si la institución de Frankfurt no tuviera nada que ver en la depreciación del poder adquisitivo. El endurecimiento de la política monetaria, con la subida de tipos, se contradice con la errática política fiscal de los ejecutivos europeos. Por un lado, Lagarde busca retirar dinero del mercado con un endurecimiento y encarecimiento del crédito y por otro, los diferentes gobiernos, temerosos de las urnas, aprueban rebajas fiscales y paquetes públicos de ayudas que en muchos casos financian el consumo de energías fósiles que a la vez decretan como prohibidas para dentro de unos años. Es el equilibrio inestable del poder financiero y político. Una balanza que puede terminar inclinándose hacia la pobreza.