Opinión Andrés Rodríguez

120 minutos con el mejor grupo de jazz del mundo

Centenares de esta tribu de miopes, a la que pertenezco, nos reunimos el pasado miércoles en el Palau de la Música -viajé 600 km solo para estar con ellos- ante lo que presentíamos un momento especial. Pagué 70 euros del ala por cada entrada y te aseguro que la relación precio-disfrute superó con creces mis expectativas.

El jazz es una música para calvos con gafas. Los estereotipos suenan en estéreo y en ocasiones funcionan para explicar las cosas. Es cierto que también asisten a los conciertos mujeres: las novias, hermanas, las hijas (es más bien raro esto) de los calvos con gafas. Son menos que ellos. Que nosotros. No sé porqué. No bromeo pero exagero, claro.

Centenares de esta tribu de miopes, a la que pertenezco, nos reunimos el pasado miércoles en el Palau de la Música -viajé 600 km solo para estar con ellos– ante lo que presentíamos un momento especial. Minutos antes de la actuación, en la cola de los baños, (al menos en el masculino) en los que uno abandona el postureo fuera para volver a los impulsos primarios, se escuchaba a los más repipis comentar que “menudo momento”, que “que bien que hubiesen elegido Barcelona para empezar la gira europea”, que “¡va a ser la hostia!”, en definitiva.

Habría regalado una suscripción gratuita a mi revista TAPAS por haberme cambiado por Joan Anton Cararach, el director de la 54 edición del Voll-Damm Festival de Jazz de la ciudad, que no es el más antiguo sino que es Donosti quien se lleva la palma. ¿Para qué? para presentar a la banda.

Cararach subió al escenario y micrófono en mano nos dijo (en catalán) que se trataba de una noche única, que quizá no los volvamos a ver juntos y esas cosas. Pagué 70 euros del ala por cada entrada y te aseguro que la relación precio-disfrute superó con creces mis expectativas, aunque tengo la teoría que se goza mucho más en los conciertos (y con cualquier cosa) cuando la pagas que cuando te invitan o te la regalan.

Durante algo más de dos horas fui el guardaespaldas del baterista Brian Blade. Sentado sobre uno de los taburetes altos del Palau de la Música grabé en mi memoria cada uno de los movimientos del pulpo de la Louisiana. Cambió de baquetas en marcha, como ese especialista que se lanza de un coche a otro para matar al malo -escobillas metálicas, palitroques de madera de nogal (siempre de la marca Vic Firth), pajitas gruesas atadas con unas gomas y mi chisme favorito: un trapo rojo para mitigar el sonido metálico de la caja (ese tambor que el baterista se pone entre ambas piernas).

Entre tema y tema, y cayeron ocho o diez, Blade se tuvo que quitar las gafas y secarse la cara porque se le empañan los vidrios y, pulpo que no ve, corazón que no siente. No hace falta sentir la llamada de la percusión para darse cuenta que Brian Blade es el mejor baterista del mundo. ¿Importa esto? a mí sí, y mucho.
No fue Brian Blade (52 años) el jefe del quilombo, sino el sexy saxo tenor, Joshua Redman (53 años) que volvió a juntar a cuatro genios, cada uno en lo suyo, para presentar en vivo su tercer álbum juntos en 28 años. Cosas del jazz. Pero sí es para mí, aficionado a golpear tambores, el protagonista de la noche. No hay bateristas en el mundo como él, y tras la muerte del elegante Charlie Watts, es fruto de mi devocionario percutivo.

Blade funde y confunde izquierda y derecha, y parece disfrutar entreteniendo al espectador, cambiando el “crash” y el “boom”, haciéndolos ceñir de babor a estribor. Flaco como una baqueta, brinca y se retuerce sobre unos tambores y unos platillos a los que hace chillar y tronar como una linotipista del congreso se relaciona con el diario de sesiones.

Blade, aunque no lo pareciese, seguía el dibujo del contrabajista Christian McBride (50 años), pero eso era tan sólo en uno de los planos sonoros. En el otro, al mismo tiempo, dibujó durante dos horas un solo continuo y diverso del ‘splash’ al ‘rataplán’, del timbal, al bombo, y de un Ride (22″ Zildjian K Constantinople Light Ride, 24″ Zildjian A Ride, 22″ Spizzichino Ride) a otro. Blade no utilizó ningún plato de corte. ¿Qué diablos es eso? ese platillo que sirve para finalizar un solo y decirle al público que la canción se ha acabado, que aplaudas ya.

El famosísimo pianista Brad Meldhau (52 años) estuvo, claro, a la altura, pero se pasó el concierto encorvado imitando la famosa postura de Bill Evans, sin abrir los ojos casi, deprimido como si hubiese perdido el móvil. Sus dedos bailaron sobre las teclas del Steinway Gran Piano con maestría, pero siempre en un tercer plano. Quizá porque se trataba de tres hombres de color y un blanquito. No sé. Sigo creyendo en que el blues, el rock & roll y el jazz están en sus manos porque Dios se lo entregó tras siglos de esclavitud.

Para los que lleguen a este párrafo sin saber nada de este cuarteto y también para los que las cuatro letras de la palabra ‘jazz’ le resulten arduas, les aconsejo buscar en spotify su último disco, reciente de este año, Long Gone (Nonesuch Records). Es un disco fácil, instrumental claro, para oídos no muy entrenados. Es perfecto para relajarse, leer mientras suena, ponérselo a una primera cita para hacerse el enteradillo y, desde luego, abrirse una botella de vino… todas esas cosas que les gustan a los calvos con gafas. Al día siguiente, ya con más energía, propongo echar de menos a Rosendo Mercado que con sus Leño cantaba: “Hoy va a ser noche de que te hablé”… Y así fue.

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