Recuerdo perfectamente la noticia que anunciaba el fallecimiento de Lady Di ese 31 de agosto de 1997. Ocurrió de madrugada, pero a los medios de comunicación llegó al alba. Estaba desayunando en un bar, a 50 kilómetros de Madrid, con mis abuelos, cuando una de las personas que más admiración me despertaba iba a dejar de darme momentos gloriosos. Acababa de dejar de hacerlo. Menuda forma de acabar el verano. Ella se marchó, las otras dos personas que me acompañaban en ese triste desayuno también lo han hecho. Pero en el caso de Diana Frances Spencer el tiempo no parece haber avanzado mucho desde entonces.
De ahí que, hoy, en el 27 aniversario de su fallecimiento, su recuerdo siga latente. No sólo en mí, también en los millones de seguidores que la princesa cosechó a lo largo de una vida de tragicomedias. Un buen puñado de británicos y extranjeros siguen manteando el nombre de Diana de Gales a la menor oportunidad. Ni la ruptura matrimonial que acabó con el deseo de un país de ver a su princesa coronada reina, ni una relación tóxica con la prensa sensacionalista, ni un comportamiento de altibajos en la intimidad, ni un romance prohibido con un magnate árabe, acabaron con el cariño que despertó Diana en la opinión pública. Hasta Tony Blair le acuñó un término con el que varias generaciones han crecido y lo siguen haciendo: la princesa del pueblo [la de verdad]. Y puede que tanto cariño sea la razón principal de la todavía lucha abierta entre equipos: si eres de Diana, no puedes ser de Camila.
Aunque quien sí fue de Camila es Carlos. Desde el primer momento Diana supo del destino al que se enfrentaba: un matrimonio de tres [y tres son multitud cuando la única cifra válida es dos]. Es posible que por ello la princesa prometida fuera también la princesa que no obedeció. Porque uno tiende a retorcerse cuando tu nombre nunca es la primera opción. Elucubraciones al margen, además de hacer todo lo contrario a lo que se esperaba de ella, la nota más aguda que evidenció su papel dentro de los Windsor fue su negativa a jurar voto de obediencia a su marido, convirtiéndose así en el primer miembro de la familia real en no pronunciar la palabra ‘obedeceré’ el día de su boda. Teniendo en cuenta que no sólo se casaba con el heredero al trono, también con su séquito familiar, este ingrato gesto provocó revuelo en su nuevo hogar, a la vez que cambió la monarquía para siempre.
Con su cara angelical y todavía virgen de picardía, una vez se convirtió en Diana de Gales revolucionó la historia de la realeza británica con su rechazo a regirse por las anticuadas costumbres centenarias. Bastante tenía ella con firmar ante los ojos del mundo una sentencia de muerte disfrazada de matrimonio idílico; así que ni parió en casa, como dictaba la norma, ni educó a sus hijos en el calor del hogar. Prefirió hospitales y colegios para la crianza de unos hijos que, si el paso del tiempo hacía bien su trabajo, estarían más cerca de los mortales que de los sangre azul. Ni la soberana ni el primogénito heredero rebatieron sus condiciones. Pero ya es mala suerte, pensaría la reina Isabel, invertir tanto tiempo y esfuerzo en elegir a la sucesora correcta para que la candidata termine por arrebatarte el trono, sin ni siquiera llegar a sentarse en él. Aunque ya se sabe eso de que es mejor caer en gracia que ser gracioso.
Se puede intuir eso de que acabe siendo la preferida del cónclave la persona que abandera naturalidad y no quien ha sido entrenado para simular una continuada parálisis facial. Esto lo entendió Carlos cuando el flash de la cámara dejó de dispararse en su cara y encontró el reflejo del disparo en la de su mujer. A partir de ese momento la indiferencia se quedó a vivir en un matrimonio que cerró por derribó en 1992 [aunque la ley esperara hasta 1996 para permitir que Lady Di dejara de cumplir la condena a la que se le sometió cuando se vistió de blanco: que nadie descubriera su vida real rebuscando entre la inventada]. Ese mal trago terminó. No así el imperio de popularidad que levantó Diana, de grandes dimensiones y cimientos sólidos, y que convirtió a la princesa en diana de habladurías, dentro y fuera de palacio.
Desvincularse del todo de la familia de acogida no fue una opción para ella. Acaparó más interés de los Windsor cuando más lejos estuvo de ellos. Aun así y bajo el yugo inquisidor de la que para ella fue una corona de espinas, consiguió rehacer su vida y empezar a disfrutarla casi cuando la perdió.
Su estela, que en un primer momento se esperaba que quedara emparedada en el túnel del Puente del Alma, en París, acabó siendo la única que logró sobrevivir a esa noche. Un cuarto de siglo después de que la velocidad acabara con la vida de la princesa que no necesito un título para reinar, no sólo su recuerdo sigue vivo. Y lo seguirá mientras haya quien vele por su silla vacía en las ceremonias y su amigo Elton John siga cantando por ella. Pero también continuará candente mientras las causas de su fallecimiento alimenten teorías conspirativas y continúen removiendo los cimientos del Palacio de Buckingham.