Una amiga, en su momento importante directiva en el sector de las telecomunicaciones, me contaba hace tiempo que los teléfonos de alta gama que fabricaba su empresa eran regalo habitual para “jefazos” de compañías dedicadas a las redes como Telefónica, Vodafone u Orange. Sin embargo, cuando se los encontraba por ahí, en reuniones o comidas de trabajo, todos tenían un iPhone en la mano y deducía que el que ella les había enviado estaría en poder de cualquier primo segundo de aquel directivo al que querían agasajar.
El iPhone acaba de cumplir 15 años. Si fuera persona, sería un adolescente con cuerpo de gimnasio, que saca buenas notas y encima tiene mucho dinero. Se estima -Apple siempre es discreto con algunos datos- que se han vendido más de 2.200 millones de iPhones desde su lanzamiento, equivalente a suma de la población de China, EE UU, Indonesia y Brasil. De ellos, hasta mil podrían seguir en activo, según dijo en su día el CEO de Apple, Tim Cook.
Una característica intrínseca a Apple es la lealtad de sus usuarios. Quien decide libremente gastarse 1.500 euros en un teléfono de esta marca -el sueldo de un mes de muchas personas- lo justifica con entusiasmo, sin atisbo de duda sobre si es una decisión coherente con su sueldo y economía doméstica. Quizá no sepa que para el uso que hace del teléfono, chatear con WhatsApp, ver vídeos o navegar por las redes o internet -como el 99% de los usuarios- le valdría con cualquier terminal de 300 euros. Pero la manzana es la manzana. Eso no sucede en otros sectores. Te puede gustar mucho una marca de coches, pero podrías cambiar a otra sin problemas. O sentir cierta inclinación a una firma de ropa, pero eso no significa que no compres prendas de otras marcas. Pero el usuario de iPhone no quiere ni tocar un Android ni con un palo y eso tiene mucho mérito desde el punto de vista empresarial.
No soy usuario de productos Apple por mi fobia a la uniformidad y el monopolio, porque fomenta el clasismo, porque me parecen caros -y sufres más si lo pierdes o se te cae al suelo- y, por qué no, para llevar la contraria. Pero la realidad objetiva es que los teléfonos de Apple son excelentes y aquel iPhone de Steve Jobs en 2007 cambió el sector de la telefonía móvil para siempre. Hoy es un icono, entonces una propuesta revolucionaria y asombrosa. Un dispositivo que contagió a todas las marcas y destruyó a las que ofrecían otra visión, como BlackBerri. Con el iPhone murió el teclado físico y se apostó todo a una gran pantalla, lo que ha contribuido a su vez a la explosión del consumo audiovisual en el móvil, a la creación de contenidos y a las redes sociales.
También la cámara se situó como una prioridad y, aunque hay modelos Android con ópticas y chips de vídeo y foto de igual nivel, es un terreno en el que el teléfono de la manzana siempre ha destacado. Tampoco se puede poner en duda la simplicidad de su uso, la lógica de sus menús y su fiabilidad. Sin embargo, también hay una herencia no tan positiva. Por ejemplo, que no se pueda reemplazar fácilmente la batería, lo que extendería su vida útil; la ausencia de ranuras para ampliar su memoria con una tarjeta -esto es hoy menos importante, pero la memoria ha sido un calvario para los usuarios de iPhone- o en general lo cerrado del sistema y las nulas posibilidades de personalización. En todo ello, la competencia también sigue la estela de la marca de Cupertino. Con todo, y acabamos con otra anécdota personal, el nivel de fidelidad cruza muchas veces la frontera del fanatismo. Han logrado normalizar la irracionalidad. La mujer de un amigo sufrió hace poco el robo de su iPhone X, todavía un modelo actual y en pleno uso. Con estrecheces económicas, no puede comprarse ahora un iPhone 13, así que aceptó un iPhone 6 que le prestaron -de hace ocho años y con características muy limitadas frente a cualquier móvil actual- sin barajar nunca la posibilidad de adquirir un móvil nuevo y potente de otra marca por un precio módico… Y tan feliz.