Opinión Eugenio Mallol

El ‘autoplagio’ de Disney en la nueva impresión 3D

Andrew Martin diseñó una figura "premeditadamente inexacta" inspirada en uno de los personajes del parque temático de Disney para ser impresa en 3D. ¿Qué hizo Disney?

A algunos les parecerá el caso del artista Andrew Martin contra Disney una anécdota curiosa, pero no conviene precipitarse. Como muchas cosas en este mundo digital lo fundamental es la escala. Hay que adentrarse en la historia dejando como música de fondo el posible renacer de la impresión 3D y del concepto de fabricación distribuida, cada vez más próxima al lugar de consumo.

La personalización en masa vaga sin pena ni gloria desde hace dos décadas por el sector tecnológico sin encontrar todavía un caso de uso sólido, a excepción de nichos muy específicos, como los alineadores dentales. Pero está recobrando interés a raíz de la crisis de la cadena de suministro y los avances digitales, y ojo.

El asunto es que a Andrew Martin le gustó una atracción de parque temático de Disney llamada Enchanted Tki Room y diseñó una figura para ser impresa en 3D inspirada en uno de sus personajes. Era una copia muy similar, pero premeditadamente inexacta. La subió a la plataforma Thingiverse con licencia de creative commons, disponible para que cualquiera se la descargase. Su sorpresa fue que, poco después, había una figura en venta aparentemente idéntica a la suya, no a la de Tiki Room. Y la comercializaba… ¡Disney!

Andrew Martin ha decidido también vender su figura por libre, y el asunto de momento no ha ido a más, aunque expertos como Joris Peels, editor ejecutivo de 3Dprint.com y vicepresidente de Smartech Anlysis, ponen el caso como un ejemplo de la necesidad de repensar los instrumentos de protección intelectual de los diseños en 3D.

En su opinión, debería evitarse que esa función acabe en manos del mercado de NFT, propenso aún a la especulación y repleto de plataformas de mejorable reputación, y tampoco debería enredarse en la complejidad de servicios de protección oficiales como la EUIPO. Peels propone crear un sistema nuevo, que probablemente debería basarse en blockchain, cuya singularidad consistiría en recopilar el ‘ADN’ de cada creación: la información que hace al objeto, de algún modo, programable, incluidos los atributos de cuándo y cómo se creó.

Aunque los expertos advierten de que la idea de minifábricas próximas al lugar de consumo sigue lejana en España (“falta liderazgo”, me dice Víctor Paluzíe, CEO de RMS), coinciden en que empezamos a entrar en una fase en la que todas las empresas a las que la impresión 3D les pueda aportar valor en alguna parte de su actividad deberían tomarse realmente en serio la tarea de incorporarla.

En la reciente edición de Additive Manufacturing Strategies en Nueva York se supo que los avances en fabricación aditiva a escala industrial permitieron a Stratasys producir 500.000 hisopos nasales durante la pandemia y habrían podido ayudar a muchas empresas a capear los problemas de la cadena de suministro aumentando su capacidad de producción localizada.

La clave es encontrar el nicho en el que tiene sentido introducir la impresión 3D. En 2020, se produjeron cerca de 25 millones de piezas metálicas con fabricación aditiva en el mundo, en su mayor parte para la industria dental, con el cobalto como gran protagonista. General Electric produce 100.000 boquillas de combustible para sus motores al año y su visión es alcanzar esa cifra cada mes. El plástico de origen vegetal PLA, que permite impresiones biodegradables, gana popularidad y L’Oreal, que usa impresión 3D, se plantea que el 100% de sus envases sean de base biológica en 2030.

En 10 años el mundo que veremos “ya no será el de Henry Ford”, proclama Oliver Smith de Rethink Additive. El vicepresidente de Stratasys, Pat Carey, sueña con la expansión de la impresión 3D a sectores como la moda, los dispositivos médicos, la industria aeroespacial y automovilística o la electrónica. Y sentencia: estar en todas partes, aunque fuera de manera pequeña, “ya significaría un mercado cincuenta veces mayor que el actual”.

Es en este punto en el que recobra interés esa disputa aparentemente insustancial entre Andrew Martin y Disney. La fabricación aditiva se debate entre la apertura y la compartición de conocimiento, para propiciar su expansión creativa y tecnológica, y la protección de la propiedad intelectual que evite inseguridad y garantice estabilidad a los creadores. Un desafío a medio camino entre el mundo físico y el virtual.

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