La vida nos regala a veces paradojas maravillosas, casualidades que le dan un tinte cómico a todo lo que realizamos. El mismo día en que yo daba un paso clave en mi ya menguante fe, me obsequiaron con el regalo más profano que jamás he recibido. Era mayo de 1997 y yo hacía mi primera Comunión. Vestido de marinero, repeinado como José María Aznar y oliendo a Álvarez Gómez, en la comida de celebración, un amigo de mi padre que tenía una tienda de discos y que se parece mucho a Steve Buscemi me regaló el álbum de una banda española que cantaba en inglés. El grupo en cuestión era Dover y el disco Devil came to me. Por si no se entendiese el significado, una gran cabeza roja y con cuernos ilustraba esa portada. Minutos antes había comulgado y en mi ‘discman’ sonaba una letra que decía que el diablo venía a mí. Un día inolvidable.

Esta semana se cumplen 25 años desde el lanzamiento de aquel disco que catapultó a Dover. En mi caso, también celebro otra efeméride: en 2022 se cumplen otros tantos años desde que descubrí la magia de la música. Durante meses, consumí con insana obsesión canciones como la que daba nombre al CD, Serenade o Loli Jackson. Si en 1997 comencé un camino, fue el de amar la música, muy por encima de casi todas las cosas. Buena parte de la culpa la tuvieron Cristina Llanos y los suyos. Todavía hoy me emociono al escuchar los acordes iniciales de Devil came to me. Porque la música tiene eso, que te transporta a lugares profundos; buenos o malos, da igual, pero sobre todo intensos.

María, mi peluquera desde hace ya casi una década, me contó hace un tiempo que dejó a un chico que le gustaba muchísimo porque un día le dijo que la música “ni fu, ni fa”, que no le gustaba demasiado. Me pareció una decisión cargada de lógica. “¿A qué tipo de persona no le gusta la música?”, resumió María sintetizando a la perfección mis pensamientos. La música es como la sal con los alimentos, potencia su sabor. La alegría es más alegre con música; la tristeza es también mayor, como esos días aciagos en que te pones baladas, en plan sadomasoquista. Es curioso, pero la música siempre sabe escuchar, siempre sabe darnos un respiro, siempre sabe cuándo conectarnos y cuándo evadirnos. ¿Cómo no iba a dejar María a aquel muchacho?

En cada proyecto publicitario en el que participo, la música siempre se trabaja hasta el último segundo, es uno de los ingredientes clave. Hay ideas maravillosas que parecen mediocres con una mala selección musical, así como propuestas vulgares que lucen por una buena canción. Pocos elementos, o ninguno, tan importantes como un tema bien seleccionado. 

Ahora que se conmemoran las bodas de plata del disco que llevó a Dover al estrellato, yo celebro aquel mayo de 1997 en el que, con sabor a hostia en la boca, un diablo vino a mí: el diablo de la música.

Feliz lunes y que tengáis una gran semana.