De niño me encantaba disfrazarme. Tenía un tocado de Gran Jefe indio que me había traído mi padre de Norteamérica (debía ser para alguien importante, pues las ristras de plumas azul cadmio, blanco y rojo caían por la espalda), y cuando me lo ponía me sentía Toro Sentado. También, un gorro de piel y borrego negro con el que me sentía un piloto de la segunda guerra mundial, y otro de mutón, negro también, con el que me convertía en cosaco, un uniforme de la guardia real griega, y un peto de ante verde tirolés. Con cada disfraz me convertía en el personaje de mi pequeña ficción, y descubría un alma nueva.
Esta es una columna de FORBES, y no os preocupéis, no se ma ha ido la olla y me pongo a hablar de mi infancia sin venir a cuento. Lo traigo a colación porque la moda es uno de los sectores de mayor proyección industrial, comercial y social, y no es por casualidad, sino porque no atiende sólo a necesidades físicas o materiales, sino, sobre todo, a una necesidad psíquica: representar una identidad. Eso es lo que yo hacía al disfrazarme: sentirme como un jefe indio, un piloto, un cosaco, un tirolés…
La moda es la ilusión de una identidad. Todos somos identidades andantes, y utilizamos nuestra apariencia para anunciar lo que somos– en realidad, lo que pensamos que somos o queremos ser–. En uno de sus viajes psíquicos, Carlos Castaneda veía a las personas como unos huevos con una cáscara blanda que fluctúa como una burbuja de jabón al andar. Así imagino yo nuestra identidad: como un conjunto de informaciones agrupadas dentro de una membrana, que recubrimos con un ligero velo, en unos casos, o con una férrea coraza, en otros, según nos queramos proteger.
En cada momento histórico esa ilusión de identidad cambia de códigos: es lo que llamamos moda. Como en realidad todos somos huevos, la moda disfraza a unos de privilegiados, a otros de normales, a otros de desgraciados, y, mediante el efecto paradójico de la moda, cada uno se siente igual entre iguales y diferente a los demás.
La ilusión es lo que anima, lo que dota de ánima, de alma, y es lo que vende la moda. Sin ello, es ropa. En el ensayo NoDiseño (La huerta grande, 2021), analizo el proceso de la moda a lo largo del siglo XX como reflejo de la evolución del paradigma del materialismo que posibilitó su explosiva eclosión en el Boom del Prêt-à-Porter. Un estallido que salía de un magma más profundo, de lo que denomino como la revolución de diseño, que afectó no sólo a la moda, sino a todas las áreas de la creatividad, y se comenzó a pagar no por el producto, sino por el diseño, que es un intangible. Después de la eclosión, el universo materialista se comenzó a desmaterializar: el sistema monetario abandonó el patrón oro, la economía pivotó de ser eminentemente productiva a financiera, la energía, de fósil a etérea (eléctrica, nuclear, renovable); la tecnología, de física a electrónica.
El nuevo modelo económico, financiero, comercial y cultural estaba fundamentado en valores intangibles, que sólo las grandes corporaciones podían manejar con habilidad. La sociedad se corporativizó, y la moda, que a principios de siglo era un fenómeno de autor, pasó a ser un fenómeno de marca.
¿Dónde queda la ilusión? A finales de siglo, fue la ilusión del revival, que alcanzó a todas las áreas del diseño (de ahí las reediciones de vehículos emocionantes, como el escarabajo, el mini y, después, el Cinquecento (el modelo que mantiene a toda la compañía hoy en día). Recuerdo que entonces escribí un artículo en el que lo denominaba consumo emocional, en alusión a que no se trataba de automoción, sino de e-moción (algo antes de que SEAT lo usara como su eslógan).
Durante el siglo XXI, la emoción ha sido sustituida bien por el precio, bien por los valores. En el ensayo explico detalladamente los elevadísimos costes del low cost (y no solamente medioambientales, que todos acabamos pagando), y cómo se ha generado una nueva revolución: la de la conciencia. Lo que mueve la elección de un sector cada vez más significativo de la sociedad son los valores que el producto conlleva (si ayuda o perjudica al bien común, en función de dónde, de qué y cómo está hecho y llega a nuestras manos).
Por primera vez, la moda vende una ilusión que va más allá de lo personal o egoico: contribuir al bien común de las personas, de la sociedad, del planeta. Es la ilusión del consumidor consciente.
La otra cara de la moneda es que, por primera vez también, la moda ha dejado totalmente su corporeidad: es la ilusión del metaverso.