Con 14 años edité el que, seguramente, sea uno de los peores discos de todos los tiempos: un álbum al que titulé Don’t cry baby. Era uno de esos CDs vírgenes que a comienzos del milenio aún seguíamos comprando y rellenando con lo mejor del momento. Imprimí una portada con un fondo negro y en el centro ubiqué un corazón atravesado por una flecha, cumpliendo así todos los clichés de lo moñas. Puede que en el momento lo tratara de ocultar, pero en realidad todos lo sabíamos: ese disco no era más que una excusa para intentar ligar. Qué voy a deciros… Cada uno empleaba sus armas. Hay a quien le servía con un six pack, otros se ufanaban apurando pitillos cuando aún no tenían pelo en el pecho y unos pocos poníamos nombres ridículos en inglés a un disco para ver si colaba (no solía colar).
Lo que daría por mantener hoy una copia, sería mi particular homenaje a esos momentos patéticos que definen nuestra identidad en el grupo. De hecho, todavía hoy mis amigos se ríen de mí por esta penosa y desesperada intentona. Don’t cry baby era un suma y sigue de clichés pastelones. Comenzaba con Sorry seems to be the hardest word, de Elton John con Blue, y continuaba con una decena de canciones lacrimógenas, incluyendo el ¿Qué pides tú?, de Álex Ubago; Rayando el sol, de Maná; Azul de Cristian Castro, y terminaba de forma apoteósica con Yo te voy a amar, de NSYNC. Podría parecer aleatorio, pero no lo era. Era un disco que pretendía construir una historia, tenía la vocación de guiarte.
Por aquel entonces yo no lo sabía, pero Don’t cry baby estaba representando también mi epílogo como gurú musical. Primero llegó el iPod, poco después Spotify y ahí se terminó definitivamente mi carrera como editor. De golpe, ya no tocaba seleccionar, ahora entraba todo dentro de las listas. Todavía en el año 2004 uno debía mojarse, escoger qué tema pasaba el filtro y cuál se quedaba fuera de un recopilatorio. Ahora uno va haciendo listas eternas en las que cabe casi todo, un popurrí infinito en el que se van sumando aleatoriamente canciones. Las ventajas de plataformas como Spotify son inigualables, pero hoy siento nostalgia por esa época en la que nos veíamos obligados a construir historias.
Llamadme loco, no sería la primera vez, pero aberraciones como Don’t cry baby estimulaban nuestra creatividad, había algo artístico en decidir qué canciones componían el álbum, en ubicarlas en un orden en concreto, en seleccionar el flujo emocional que debía seguir quien lo escuchaba. Hoy pagaría por recuperar una copia de aquella creación que tan poco éxito me reportó, me encantaría escucharlo y entender cuál era la historia que ese adolescente quería contar al juntar una canción de Álex Ubago y otra de Maná. Al menos, quizá descubriría por qué cumplió tan mal su cometido.
Feliz lunes y que tengáis una gran semana.